Tras un 2016 recesivo y un 2017 de recuperación, 2018 había empezado bien para la narrativa del gobierno de Cambiemos. Los primeros cuatro meses del año mostraron crecimiento en casi todos los sectores productivos, creación de empleo y mejores indicadores fiscales. La política de estabilización macroeconómica que había intentado Macri desde su asunción finalmente parecía mostrar frutos, aunque la inflación continuara siendo mucho más indómita de lo que el Gobierno prometía una y otra vez.
Pero la estabilización macroeconómica de corto plazo no tuvo en cuenta los problemas de fondo de la estructura productiva argentina. La persistente principal vulnerabilidad de nuestra economía es la necesidad de dólares para funcionar normalmente y crecer de manera sostenida. La expectativa de que la asunción de Macri y la flexibilización de regulaciones de mercado alcanzarían para atraer una “lluvia de inversiones” fracasó: aunque las inversiones extranjeras se incrementaron paulatinamente, el sector privado continuó utilizando más divisas que las que ingresaba a la economía. El bache, necesariamente, fue cubierto por el Gobierno con un endeudamiento masivo. Pese al discurso oficial, ese endeudamiento no era solo para tapar el déficit fiscal (principalmente en pesos) sino sobre todo para conseguir los dólares sin los cuales la producción argentina se frenaría.
Los últimos meses demostraron que los riesgos que el Gobierno pretendía ignorar estaban al acecho. Las dudas para continuar el elevado ritmo de préstamos al país por parte de las instituciones financieras globales se conjugaron con la suba de tasas de interés (y el reflujo de capitales) hacia Estados Unidos para generar un éxodo de divisas del mercado local. Pero esa “tormenta perfecta” no se habría convertido en una crisis si no hubieran colaborado las malas decisiones por parte del Gobierno, que no intervino en tiempo y forma para detener la corrida. La desregulación de flujos financieros implicaba tener que estar atento a la posibilidad de que ese tipo de situaciones pudiera ocurrir. La crisis resultante obligó al Gobierno a tener que recurrir al prestamista de última instancia, el FMI.
El ciclo económico, entonces, se advierte más acelerado que lo que parecía hace pocos meses. La fase de crecimiento se cortó: de acá a fin de año el panorama es contractivo, con caída del consumo (por deterioro de los indicadores laborales y del salario real), del gasto público (por la política de ajuste acordada con el FMI), de la inversión (por altísimas tasas de interés y falta de perspectivas de largo plazo) y exportaciones con poco margen para elevarse (de la mano de la sequía y del bajo crecimiento de Brasil). El sendero trazado por el acuerdo con el FMI es angosto: será muy difícil que todas las variables avancen en el sendero preciso que se les trazó. Entrarán en juego las contradicciones y tensiones entre tasas de interés, cotización del dólar, inflación, crecimiento económico, tarifas de servicios públicos, gasto y déficit fiscales; y principalmente la necesidad de una política económica que rinda frutos y permita esbozar promesas en el corto plazo que hay hasta las PASO de agosto de 2019. Es prácticamente imposible que todas jueguen como se espera en el acuerdo: por eso, la apuesta de Cambiemos será a incumplir lo menos posible y que el FMI lo avale políticamente contemplando su necesidad de ganar las elecciones presidenciales.
La aprobación del acuerdo por parte del FMI y el primer desembolso por 15 mil millones de dólares son una primera buena noticia: ayuda a alejar riesgos de falta de divisas. La reclasificación como economía emergente por parte de la empresa MSCI es un aporte adicional al mercado financiero. Si bien es una recategorización con restricciones (por ahora solo para operar con acciones argentinas en mercados extranjeros y con implementación desde mayo de 2019), es un primer paso hacia la incorporación del resto de los activos financieros locales en las colocaciones de fondos globales. Paulatinamente irán ingresando capitales al mercado local que quieran ir anticipándose a esas inversiones futuras. De concretarse exitosamente, un mayor financiamiento podría ayudar eventualmente a bajar las tasas de interés y descomprimir la situación de las empresas que hoy deben financiar su capital de trabajo a tasas demasiado elevadas para su rentabilidad.
Sin embargo, el canal de transmisión de esa mejor perspectiva financiera al resto de los sectores productivos es más tenue que en otros países. Las empresas argentinas utilizan en mayor proporción capitales propios a la hora de invertir, sumamente restringidas por la falta de profundidad y volumen del sistema financiero local. El desarrollo de un entorno financiero capaz de proveer de financiamiento a las empresas será una de las claves para que alguna vez podamos tener un proceso de desarrollo sostenido y sustentable. Pero no puede quedar aislado. Hoy carecemos de una perspectiva de largo plazo para los distintos sectores productivos del país. En definitiva, falta un plan de desarrollo donde el Estado diga qué hará (y qué no hará y corresponderá hacer al sector privado) en el largo plazo, incluyendo cómo serán a futuro la estructura tributaria (simplificada respecto de la actual), la infraestructura logística que estará disponible y la lógica de inserción en las cadenas globales de valor que puedan aprovechar las empresas del país.