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gran bretaa y europa

Entre ser o pretender

Londres votará si deja la UE. Si lo hace, aun así deberá –en cada asunto que trate con sus vecinos– aceptar las reglas de la comunidad. Y sin poder sentarse a la mesa que las decida.

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Pronto, Gran Bretaña preguntará a sus ciudadanos si desean que el país siga formando parte de la Unión Europea. El proyecto de ley sobre el plebiscito que el primer ministro conservador David Cameron desea convocar, se enviará al Parlamento y los votantes deberán decidir si Albión seguirá o no siendo parte de la Unión.
Entre el anuncio y el día de la consulta, Cameron propondrá a sus pares europeos una serie de reformas institucionales que respondan a las objeciones y condiciones especiales de trato que pide el Reino Unido y que se vinculan con materias sensibles como la inmigración, la aplicación de decisiones judiciales, los aportes presupuestarios de cada estado miembro (y otros). La idea de Cameron es lograr suficientes “excepciones” comunitarias favorables a los intereses británicos como para convencer a su electorado de las ventajas de no irse.

Lo que está planteando el líder inglés es que Europa haga caso del “carácter especial” de Gran Bretaña, sopese la importancia de que siga formando parte de la Unión y que, por lo tanto, “pague” con unas cuantas modificaciones lo que hace falta para que los ciudadanos de ese país consideren ventajoso seguir formando parte de “los 28”.

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Este planteo de Cameron parece pasar por alto que cualquier modificación de reglas esenciales de la Unión debe ser aprobada por los otros 27 miembros, uno tras otro. Pero sobre todo parece no haber tomado nota que la atmósfera política continental no es, en estos tiempos, muy proclive a conceder excepciones a Londres, que no integra el Eurogrupo y tampoco el sistema Schengen de controles fronterizos y que menea el acto plebiscitario como un garrote, como lo hiciera ya el ex premier Tony Blair en 2004. Y olvida que el Reino Unido ya goza desde hace 30 años de un estatuto “especial” conseguido por Margaret Thatcher y conocido como “la rebaja inglesa”.

Inglaterra lleva décadas oscilando entre ser europea con una “diferencia” o eludir ser europea. Diferencia que pasa sobre todo por su engarce con la visión estratégico política de los EE.UU. y su brazo militar transatlántico, la OTAN. Pero también con ingredientes relacionados con cuestiones históricas y culturales, como lo son las características de “lo anglosajón”. Ejemplo: los sistemas de comunicación y comercio que anudan a Gran Bretaña con Australia, Nueva Zelandia, Canadá y  Estados Unidos, su ex colonia pero también su aliado salvífico en dos guerras mundiales, y proveedor y garante de su flota nuclear ultramarina.

Es cierto que Churchill, en un discurso que pronunció en la universidad de Zurich en 1946, ya hablaba de: “un tipo de Estados Unidos de Europa…”, a lo que nos hemos referido antes; pero también lo es que, en vísperas del día “D”, en junio de 1944, se le escuchó decir que: “si me viese obligado a elegir entre Europa y el mar abierto, siempre optaré por este último”.

Esta contradicción, o si se quiere esa “diferencia” inglesa nunca queda más clara que cuando, coloquialmente, en la relajación informal de un “pub” en el condado de Kent, algún inglés se refiere con soltura a sus vacaciones en “the continent” (“el continente”) para regodearse con el recuerdo de un fin de semana en Calais, que sería el equivalente (geográfico) de Carmelo, situado a no más de cien kilómetros de distancia.
Esta convicción acerca del carácter “especial” de Gran Bretaña estaba en la mente de Harold Macmillan cuando viajó a Francia, en 1963, para negociar el ingreso de su país al entonces Mercado Común de los seis.

Una tarde desapacible, lluviosa y fría, en Rambouillet, el 12 de diciembre de 1963, luego de una prolongada reunión con De Gaulle, el auto del primer ministro británico Harold Macmillan se alejó de la escalinata del castillo. Parado cerca de la entrada, el general le hizo un último gesto de despedida. Al darse vuelta para reingresar, su acompañante, el ministro de Asuntos Extranjeros (el filoso y seco hugonote Maurice
Couve de Murville), le preguntó: “¿Y entonces, mi general?”, quien repuso: “Y bien, Couve, no le podía cantar como Edith Piaf: ‘Vení milord, no llorés milord’.”

Macmillan esperaba que tanto Adenauer –jefe del gobierno de Alemania Occidental– como De Gaulle, aceptarían que la entrada del Reino Unido al Mercado Común se viera como la instalación de un “puente” entre EE.UU. y Europa.

Lo había intentado todo. Un año antes, en otra reunión a solas, le había llegado a decir al francés que “la Inglaterra de Kipling estaba muerta”. Para De Gaulle, en cambio, tal posibilidad incrementaba la influencia poderosa de Washington en el continente y disminuía el peso de la Europa histórica y la posibilidad de una construcción política más independiente. Se sumaba a este tema el desarrollo autónomo de una fuerza nuclear independiente por parte de Francia, ya en marcha, al tiempo que Londres negociaba con Kennedy el suministro de misiles “Polaris” para la flota de submarinos británicos. En suma, para el líder francés la entrada del Reino Unido al Mercado Común era, lo dijo: “un caballo de Troya”. Cuatro años después, en 1967, el intento de ingresar al Mercado Común por parte del gobierno laborista de Harold Wilson se  encontró con el mismo obstáculo.

Muerto de Gaulle, Gran Bretaña consigue finalmente ingresar a la Unión Europea en 1973, bajo el gobierno conservador de Edward Heath en Londres y el del ex primer ministro de Charles de Gaulle, Georges Pompidou, en París.

Desde 1945 la opción preferencial por la relación especial con Washington nutre e inspira la política exterior inglesa de todos los gobiernos y a todos los niveles, sean laboristas o conservadores. Cameron debe tener en cuenta que si el Reino Unido sale de la UE, deberá igualmente –en cada asunto que trate con sus vecinos– aceptar las reglas de la comunidad. Pero sin poder sentarse a la mesa que las defina. Pretender obtener el máximo de beneficios, el mínimo de obligaciones y el derecho a sentarse en la mesa grande de las grandes definiciones parece ser un objetivo demasiado ambicioso y poco realista del premier británico.

La Unión Europea, como todo pacto internacional significativo no es un menú a la carta; es, más bien, un menú con platos fijos de selección muy limitada. Habría que ver en qué restaurantes Cameron educó su gusto.