Cuando las urgencias no dejan ver lo importante, el futuro siempre sorprende. Si hay un diagnóstico que acierta con el mal que aqueja a la economía argentina es la palabra estanflación. Es decir, una combinación de dos situaciones: la de un aumento en el nivel general de precios y el estancamiento económico. Este término, acuñado hace más de medio siglo en Gran Bretaña para describir al callejón sin salida del sistema económico de un país sumido en un declive lento pero inexorable y un desfinanciamiento recurrente de un Estado que ya no era la palanca de un imperio, parce describir, aún antes de la pandemia, al estado de situación argentino.
Desde hace al menos medio siglo la economía local añadió al desequilibrio monetario (desde 1945, sólo una quinta parte de los 75 años posteriores, la tasa de inflación anual fue de un dígito, lo normal en el resto del mundo) añadió el de una tasa nula de crecimiento económico promedio, pero con picos y valles muy pronunciados. O lo que es peor, una caída en el PBI por habitante en forma constante en los últimos 15 años. Las recetas de política económica tradicionales para enfrentar la recesión o inflación fracasaron porque colisionaron entre sí. Los únicos planes de estabilización con éxito sostenible fueron aquellos que trabajaron la multicausalidad de estos problemas, sin perder de vista el último eslabón en la cadena: la emisión monetaria, para los precios, y la caída en la demanda, para la recesión. Detrás de ellos hubo siempre un sinnúmero de variables que fueron desembocando en este punto de no retorno cíclico.
Si hay un indicador que merece el podio de los grandes “culpables” de estos fenómenos y que no están en la última milla es la tasa de inversión. Medida sobre el PBI, el economista Orlando Ferreres estima que debería estar en 24% para asegurar un crecimiento para bajar el desempleo y la pobreza paulatinamente. Sin embargo, el promedio de la última década arroja 16% y en el pandémico 2020 no pasó del 12%, por lo que ni siquiera se amortizó el capital, calculado en 17% anual. La recuperación de la economía en 2021 era una fija para los analistas porque el arrastre estadístico del último trimestre del año daba un piso más alto. Pero dependía, fundamentalmente, de que las actividades no se cerrasen en una eventual segunda ola. Apostaban a que, en ese caso, podía crecer al 7% anual y poder completar para 2023 la gran caída del año pasado. Sin embargo, el pesimismo ganó lugar cuando la respuesta sanitaria optó por restringir la circulación y el comercio a la espera que avance la esperada vacunación.
Otros analistas, como la decana de Ciencias Económicas de la UCA, Alicia Caballero, ve en la crónica falta de inversión de la economía argentina la razón del desempleo crónico o, en todo caso, la precariedad laboral, terreno fértil para el aumento escalonado de la pobreza en los últimos 25 años. Agustín Salvia, el director del Observatorio de la Deuda Social Argentina, de la misma universidad, estima que la implementación de los diferentes planes de auxilio social colaboraron a que no aumentara proporcionalmente la indigencia, pero de ninguna manera aplacaron el índice de pobreza. Para ello, parafraseando a la actual vicepresidenta, no habrá magia. Sólo queda enfocar los esfuerzos en priorizar la inversión privada, ante un Estado que tampoco tiene margen para grandes planes de gastos en infraestructura. Y para eso, empieza con comprender el círculo virtuoso que precisa del aliento y no del castigo de la política económica.