Ahora que pasamos de Aspo a Dispo, aproveché para ir a ver libros a Corrientes, donde no iba desde marzo. En Dickens conseguí saldado Señales debidas, de Guillermo Sheridan (FCE, México, 2011). De Sheridan había leído varios libros, como México en 1932: la polémica nacionalista y sobre todo Los contemporáneos ayer, verdadera obra maestra de la crítica y la historia literaria latinoamericana. Libro que leí dos veces: la primera, cuando apenas comenzaba a conocer a los contemporáneos; la segunda, no hace mucho, cuando ya llevaba años leyéndolos y releyéndolos. Esa segunda vez lo hice con el temor de que cosas que, en la primera lectura, me habían deslumbrado, en la segunda, ya con más conocimiento de mi parte, pudieran decepcionarme. Todo lo contrario: descubrí aún más anécdotas e historias que no conocía, valoré como nunca antes la erudición y la elegancia del estilo de Sheridan, comparable en México tal vez solo al de Christopher Domínguez Michael. Mientras tanto, si yo fuera un buen periodista cultural, o aún más, simplemente si fuera periodista cultural, aquí debería abrir un paréntesis o un par de comas y contar qué y quiénes fueron los contemporáneos. Por suerte el periodismo cultural no me ha sido dado, así que continuaré con mi columna como si nada, suponiendo además que, según me cuentan quienes lo utilizan, en internet se encuentra todo o casi todo para quien quiera averiguar, situación que, según me dicen también, ha sido un gran avance en la historia cultural de los pueblos. (¡Ah, qué sería de tal o cual columnista si se cayera Wikipedia!).
Como sea, Señales debidas retoma esos autores sobre los que Sheridan va y viene siempre o casi siempre (López Velarde, Tablada, Cuesta, Gorostiza, Novo) en una serie de ensayos cuya unidad –en caso de que una compilación de ensayos deba tener alguna unidad– gira en torno a esa época maravillosa de la poesía mexicana, que va desde apenas comenzado el siglo XX hasta justo antes de Octavio Paz, poeta menor comparado con los de las generaciones anteriores. Jugando con la puesta en escena pública de la personalidad de los poetas, entrando en diagonal al análisis de obra, Sheridan oscila en ese entre dos, para salir airoso, nuevamente lleno de erudición, elegancia y frases que funcionan como esa descripción que realiza Hannah Arendt del estilo de Walter Benjamin: su escritura es como un hilo que se propone engarzar perlas. A Tablada lo define como un escritor “vasto como un paisaje e íntimo como un cajón”, para luego tomar distancia de su “vocabulario de gimnasta”. En otro ensayo señala el nacimiento de la amistad entre José Bergamín y un par de jóvenes poetas: “Contra lo que podía suponerse entre personas de tan vidriosa susceptibilidad, luego de tanto tarascazo endecasílabo, el episodio terminó bien para Villaurrutia y Usigli, que se convertirán en buenos amigos de Bergamín y colaborarán con él en la editorial Séneca”. O este otro pasaje: “¿Qué hay en la alcoba que se apropia Gorostiza? Un vademécum del angst, el contraste perenne entre la luz y la sombra, la autodescalificación practicada con precisión de perito. Está enamorado, pero se siente inepto. Tiene trabajo, pero lo desprecia. Ama a su familia, pero con amargura recelosa. Sus amigos lo estiman y respetan, pero él lo pone en duda. Necesita a su país, pero le repugna”.