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¡Es la crispación… señora!

Cuando acabó el discurso de Cristina, ya entrada la noche, millones de ciudadanos de todo el país estaban en llamas. La irritación los llevó por instinto a golpear la cacerola y/o tirarse a las calles y adherir, ahora con la sangre ardiendo, a la protesta del campo. Fue un discurso que llevó al impulso, los ciudadanos necesitaron acción, inspirados por una fuerza negativa que se les metió entre pecho y espalda.

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Cuando acabó el discurso de Cristina, ya entrada la noche, millones de ciudadanos de todo el país estaban en llamas. La irritación los llevó por instinto a golpear la cacerola y/o tirarse a las calles y adherir, ahora con la sangre ardiendo, a la protesta del campo. Fue un discurso que llevó al impulso, los ciudadanos necesitaron acción, inspirados por una fuerza negativa que se les metió entre pecho y espalda.
Con bastante lógica, muchos se preguntaron si semejante reacción tenía algo que ver con la condición de mujer de la Presidenta. Y sí, tiene que ver. Para confirmarlo, no hay más que recordar la cantidad increíble de hombres que, ejerciendo la primera magistratura, han derramado parrafadas muchísimo más duras e insultantes y, desde el pueblo, ni “chito”.
Pero esta vez ocurrió y quedó demostrado, una vez más, que en las relaciones humanas, las formas son tan importantes como el fondo. Importa lo que decimos y cómo lo decimos. Cristina tiene una impronta irritante. Enojada, desconoce un principio elemental: subir el tono de voz no convalida las razones, ni las hace más serias. Sencillamente presenta batalla y el que estaba esperando escuchar es convidado, con ese griterío intoxicante y una gestualidad temeraria, a salir a la cancha y dar pelea. Podríamos traducirlo en el “Si sos macho, vení”. Y fueron.
En el inconsciente colectivo, no se espera esto de una mujer. Cuando Cristina se permite, con los ojos titilantes de ira y el dedo índice elevado al infinito (¿marcando el territorio?), se transforma en una desconocida. Da miedo la pérdida de la templanza, la falta de calidez y comprensión ante un momento crítico. Aterra el desconocimiento acerca de quién es “el otro” en alguien que fue elegida para que decida cómo avanza el país en el que vivimos los unos y los otros. Me abstengo, por piedad a mí misma, de imaginar a mi abuelo (ya muerto), chacarero de pocas hectáreas, ante una mujer que le grita con tono admonitorio: “¡Golpista!”. En el país hay miles como él y se sienten acorralados. Sobre todo porque los golpes no se gestan ni se concretan en las chacras. Se hacen en las rojas alfombras del poder que reside en Buenos Aires.

*Periodista y escritora.