Los cristianos celebramos en la Pascua un hecho histórico. Tres días después de morir Jesús de Nazaret en una cruz, sus discípulos comenzaron a decir que lo habían visto vivo, y otros, no pudiendo justificar el sepulcro vacío, dijeron que los seguidores de ese crucificado se habían robado el cuerpo por la noche. Aquella mañana, Jerusalén se despertó dividida por esos dos rumores y seguramente surgieron discusiones que podemos imaginar fácilmente: algunos creían en la sensatez de la información oficial, otros dudaban o estaban desinteresados por el tema, y finalmente algunos, seguramente pocos, comenzaban a vivir una historia nueva que cambiaría el rumbo de la humanidad toda. Recordar la Resurrección de Jesús no es para los cristianos hacer memoria de algo ocurrido en una dimensión extraterrestre o ahistórica, es recordar un día y una hora, un hecho concreto y verificable: sus discípulos dicen que lo vieron y comieron con El.
El rumor de aquella mañana sigue circulando y desde entonces cada uno que se entera de lo ocurrido puede elegir creer en una cosa o en otra. La Iglesia es la comunidad de los que creemos que ese Jesús está vivo, no sólo en el recuerdo, como “viven” Gandhi, Perón o Gardel. Creemos que realmente está vivo. Por eso nuestra fe no nos saca de este mundo y de esta historia sino que nos compromete con ellos. Por eso los cristianos no hablamos solamente de “la otra vida” sino también de ésta; con todas sus grandezas y miserias; con su dramática belleza y su estremecedora crueldad. Por eso los curas de las villas hablan de la droga que crucifica inocentes y hay monjas que luchan contra tratantes de blancas. Por eso otros cristianos discuten en prestigiosos claustros académicos, o se organizan en sindicatos docentes, o curan en hospitales sin gasas ni antibióticos.
Aquella noticia del crucificado que estaba vivo tuvo un efecto especial entre los esclavos. Ellos eran los que con cualquier excusa terminaban en una cruz y fueron los que llevaron de boca en boca la Buena Noticia de la Pascua por todo el Mediterráneo. Ellos fueron los primeros en aprenderse de memoria aquellos discursos de Jesús, y esos asombrosos relatos de milagros que ahora escuchamos distraídamente en las iglesias. No había Internet ni la necesitaban, les bastaba la pasión de sus corazones. No había púlpitos ni cátedras, hablaban desde la autoridad que da el dolor y la condición de víctimas de todas las injusticias. Eran como su Maestro.
Desde entonces, entre todas las noticias que se escuchan suena también ésta. Son palabras que parecen huecas en los lugares “políticamente correctos”, en los que importan la cordura de los comunicados oficiales en los que nadie cree, pero que tranquilizan hablando de lo que ya sabemos. Son palabras incómodas y desafiantes para quienes creen que hacer las cosas bien es nada más que cumplir las leyes civiles, o las religiosas. Son palabras estremecedoras de belleza para quienes aman este mundo trágico y fascinante y necesitan una respuesta que no sea una frase sino una vida.
Dos mil años después, entre la crisis que viene y el dengue que ya llegó, recordamos ese día que cambió la vida de la humanidad, el instante en el que el mismo Dios se coló en la historia por el único lugar digno de El: el último. Allí sigue estando: en esos sitios de la sociedad que nadie quiere ver y en esos rincones de nuestro corazón que nos cuesta mirar. Por eso decimos: ¡felices Pascuas!
*Portavoz de la Conferencia Episcopal Argentina.