Cada dos o tres años, a cambio de peregrinar de rodillas, en cómoda procesión voy hasta un anaquel de mi biblioteca y busco la novela favorita de uno de mis dioses literarios. A diferencia de lo que sucede con otros libros, la relectura, hecha de recuerdos que se maceran en rincones secretos de la memoria, trae menos decepciones y cansancio que sorpresa por entonaciones olvidadas, tramas omitidas, relaciones entre los personajes que en lecturas anteriores no fueron consideradas de manera suficiente. Se trata de La historia secreta del señor de Musashi, en una vieja edición de Sudamericana, acompañada por la preciosa nouvelle Arruruz. La historia… es un intrincado cuento medieval, con algo de reconstrucción histórica y mucho de invención, que trama la historia sentimental y la particularidad sexual de un joven samurái cuyo fetiche son las cabezas y las narices de los enemigos, cortadas en los campos de batalla. La suave, decorosa manera en que Junichiro Tanizaki se las arregla para narrar una intriga erótica perversa dentro del marco del período de las guerras civiles del Japón feudal resulta para mí la mayor de las maravillas, por no hablar de una fuerte envidia y un afán imitativo. Este libro absorbe las bellezas de la luz y de la sombra y convierte el goce incivilizado de la masacre en carnal arte pictórica. Si uno coteja el estilo de este formidable escritor muerto con esa cosa babosa y chorreante de nada que es la literatura de difusión sexual masiva, tiende a comprender por qué Stephen Hawking aconseja la visita y el afincamiento en otros planetas: es menos para perpetuar nuestra especie que para huir de nosotros mismos, para salir de nuestra monstruosa decadencia inventándonos de nuevo.
A la inversa, lo curioso es que Tanizaki aseguró que su breve pieza de orfebrería nace en su deseo de escribir una novela histórica como Quo vadis. Nunca antes algo tan malo sirvió para algo tan bueno.