“Un conjunto de cámaras que transmiten fútbol opera una selección de los hechos, enfoca ciertas acciones y omite otras (…) Interpreta, nos ofrece un partido visto por el director del programa más que un partido en sí”
Umberto Eco (1932); de “La estrategia de la ilusión” (1999); “TV: la transparencia perdida”.
Fue una gran noticia: los que estábamos hartos de las horribles cajas de ritmo ochentosas que sonaban a lata nos alegramos cuando supimos que, gracias a la tecnología digital, los japoneses habían desarrollado un modelo novedoso, sofisticado, cargado con secuencias sonoras tan reales que sería muy difícil diferenciarlo de una batería acústica. Todo era perfecto: el tempo, los matices, la intensidad, el brillo. Sin embargo, el resultado no conformó a nadie. Algo estaba mal y nadie sabía qué era.
Hasta que los técnicos encontraron el problema. Al programa le faltaba un detalle esencial: el “error humano”. Esas fallas imperceptibles al oído que, sin embargo, crean una atmósfera alejada de la ejecución sin mácula, sin fatiga muscular, con golpes exactos pero sin alma. La falla, en este caso, resultó la ausencia del error.
Debe ser por eso que prefiero las arrugas dignas al Botox, las canas al baño de tintura, los codos de Cecil Taylor sobre el teclado a los que tocan como una pianola. Y prefiero –lo diré de una vez– un árbitro honesto y falible al mejor show de cámaras con slow motion.
El árbitro y sus asistentes. Esos tipos que, bandera en mano, también juegan a ser infalibles caminando en la cornisa, de espaldas al infierno, confiados en su única fe: un golpe de vista, la intuición. ¿Es posible ver, al mismo tiempo, la pelota que parte y el pasito adelantado del que recibirá el pase treinta metros más allá, sin fallar nunca? Mmm…
¿El ojo de halcón? No, gracias. Que lo disfruten deportes como el tenis, donde el público aplaude y calla cuando es debido, y los jugadores tocan la pelota sólo para ponerla en juego. El fútbol, por suerte, es otra cosa. Si algo no necesita una actividad que dispara semejante catarata de pasiones insensatas, es certezas.
A nadie le interesa averiguar si los reyes son los padres. Involuntariamente nietzscheanos, los futboleros se desentienden de los hechos y se concentran en sus propias interpretaciones, tenazmente parciales. Sin fallos dudosos, malos piques, pifias o resultados injustos; es decir, sin más polémicas, el fútbol bien podría reducirse a la célebre descalificación borgeana: un “estúpido juego de ingleses”: veintidós adultos en pantalones cortos corriendo detrás de una pelota. Ridículo.
No sólo de la genialidad de Messi y los demás top players se alimenta ese negocio descomunal. El fútbol, queda claro, también vive del “error humano”. Y cómo. Permítanme, entonces, esta postura algo primitiva contra el uso de la tecnología para revisar jugadas dudosas en pleno partido. Hablamos de un juego, no del caso Nisman.
Seis meses atrás, en un Boca-River, Mauro Vigliano cobró una mano de Gago que jamás existió y el lunes pasado no vio cómo Cardozo, defensor de Unión, desviaba con su brazo extendido y a centímetros de la línea, un cabezazo de Maxi Rodríguez. Una de cal y una de arena. Puede pasar. Dos días antes, Pompei, un árbitro algo rellenito y sin ángel, tampoco vio a Aguilera, defensor de Independiente, atajar al mejor estilo Fillol un disparo al arco de Vegetti, el 9 de Gimnasia.
Más allá de insistir con la idea de que nadie es infalible, resulta indudable que hay árbitros buenos, árbitros malos y un sistema que necesita ser ajustado para mejorar el nivel general. Por cierto, descarto la mala fe. A riesgo de pasar por ingenuo, me obligo a creer en la honestidad de todos. No tengo pruebas como para afirmar otra cosa, por más que cada tanto Lunati, el Alberto Sordi del referato nativo, ensaye un paso de comedia con la AFIP. Cuestiones privadas.
En la semana de las manos invisibles, la estrella fue Germán Delfino, un árbitro joven y capaz que se equivocó feo y tuvo que optar entre la norma en la que fue formado o una justicia tardía, ilegal. Ninguna de las dos opciones lo salvaba de la crítica feroz. Eligió la peor.
Dudó, tardó una eternidad en comprender su doble error: haber expulsado a Rosero Valencia, defensor de Arsenal, por su mano en el área, y cobrar penal para Vélez. Todo mal. La mano había sido de Pavone, que se hacía el distraído como Maradona después de mexicanear a Shilton. ¿Hay que culparlo? Para los códigos del fútbol, no. La trampa es celebrada como parte innegociable de la picardía criolla, ese amable eufemismo que usamos para definir, digamos, nuestra capacidad de flexibilizar la honestidad. En fin, así somos.
El tema es que Delfino –al que se le notaba la angustia en la cancha y mucho más cuando se disculpó en la manga del túnel– también hizo trampa. Rectificó su fallo porque un productor de la televisión, cubriéndose con una carpeta como un colegial que secretea con su compañero de banco, le avisó a Lucas Comesaña, el cuarto árbitro, lo que se veía en los tapes. Muy burdo, todo. Más suerte tuvo Elizondo, que disimuló con elegancia lo que descubrió gracias a las pantallas: el cabezazo de Zidane a Materazzi, en la final de Alemania 2006.
Excepto Pavone, el simulador, y el Josep K colombiano, nadie estaba seguro de nada. La jugada había sido rápida, confusa. Fue la tele la que les contó a los protagonistas qué había pasado y qué no.
Insisto: prefiero un mal fallo, criticable pero humano, que cederles mansamente el poder a las cámaras. No quiero rendirme tan fácil, muchachos. Entre el ente y el sujeto, me quedo con el sujeto. Desconfío de las máquinas, y mucho más de quienes saben bien cómo manejarlas; y no me refiero a los técnicos, precisamente.
No sé si he sido claro. Y si no, leamos la repetición. A ver si después doy marcha atrás y opino todo lo contrario. Ojo, que a otros ya les ha pasado, eh.