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acuerdos espurios

Escándalos

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Cuento los días, las horas, los minutos, los segundos, los micronésimos, esperando asomarme a las revelaciones del libro de Miriam Quiroga. Luego de años de creer en las grandes teorías explicativas (de las variables teóricas a los mapeos de la macroeconomía, de la ideología como falsa conciencia a las ciencias neurocognitivas), he descubierto que sólo el chisme, el secreteo, los entresijos de la vida privada, revelan o inventan porciones sustanciales de verdad. Las demostraciones del periodismo de investigación recalan en la conciencia general porque poseen mayor contundencia visual y menos protocolos explicativos que, por ejemplo, el negocio de los bonos y los tráficos de la deuda externa. Aunque parezca un chiste, la complejidad es enemiga de la gracia, si bien la sonoridad y los alados retruécanos shakespereanos, siendo siempre felices, sólo son sencillos en apariencia. ¿En qué estaba? Ah, mientras espero el libro de Miriam como si estuviera a punto de irme de vacaciones, entretengo mi ocio escaso viendo por internet una serie americana: Scandal.

La serie no ofrece grandes actuaciones, ni planos de cámara recordables, y sólo excepcionalmente ofrece diálogos de aquellos que impulsan a una revisión; el esquema narrativo es de lo más sencillo, y hasta diría que elemental en términos de lo ya visto: una sucesión de historias paralelas que se van cruzando y descruzando, una apertura de programa impactante y un cierre sorpresivo que sostiene la intriga en el final. Pero no son los primeros primores de la hechura los que atrapan, sino aquello que se desplaza y desliza en su interior. Scandal parece proponer que no hay –o ya no hay– una forma de abordar el asunto shakespeareano por excelencia: pasión, poder y política. Que de ese tríptico sólo puede dar cuenta un puzzle de drama, suspenso, policial, comedia blanca, serie de intriga, melodrama y romance. Y, en esa mezcla, lo que primero desaparece y se aniquila son las certezas de verdad e identidad. Para ir dando un ejemplo: la serie cuenta vida y hechos de un presidente de aspecto kennedyano que tiene un romance clandestino con la que en su momento fue y luego dejó de ser su jefa de campaña, y se convirtió luego en la titular de un despacho de abogados que a veces le salva las ropas y otras litiga contra la Casa Blanca en pleno y, desde luego, contra la causa del amor secreto. Las escenas de apretujones, polvetes y franeleos interrumpidos entre presidente y asesora, por tender a lo amañado y ridículo, poseen un estricto verosímil realista y uno no puede dejar de pensar que cosas idénticas o semejantes sucedieron vez tras vez en el Despacho Oval, y lo convencional y estéticamente poco conflictivo de la trama sólo en el paso de los capítulos revela su naturaleza central y su infierno latente. La esposa del presidente (un calco de Jackie Lee Bouvier-Kennedy-Onassis), a la vez conspira contra su marido y lo sostiene, tolera y desautoriza su historia de amor clandestina, pone su cuerpo (se preña) para mantener su matrimonio y la campaña electoral. Entretanto, el jefe de Gabinete mantiene un displacentero pero muy burgués matrimonio homosexual con un periodista del New York Times ávido de revelaciones escandalosas, y acuerdos espurios con un magnate –¿texano?–, acuerdos que incluyen, entre otros, fraudes electorales que permiten el triunfo de su candidato, algo muy semejante a lo que ocurrió en el dudoso triunfo de Bush en Florida cuando derrotó por muy pocos sospechosos votos a su contrincante, Al Gore, y también, por si las moscas, la posibilidad de implicarse en un magnicidio porque de pronto el presidente ha dejado de ser funcional.

Mientras aspiran con ingenuidad de modistas a un máximo de felicidad, todos espían, intrigan, corrompen, delatan y conspiran, mientras las puertas se abren y se cierran para que el presidente pase, declame sus mejores ideas, se presente vez tras vez como “el líder del mundo libre” (un oxímoron cuya gracia explota contra todo ese telón de fondo), es decir, líder del país más poderoso del mundo, una democracia que no es del pueblo, ni lucha por el pueblo, ni destina sus esfuerzos para el pueblo, como fuimos enseñados en Educación Democrática, durante la dictadura, en edad escolar.