Brújula demolida. Odómetro roto. Acelerador trabado. Freno bloqueado. La sociedad argentina se hamaca gozosamente en el desorden, nuevamente espoleada por sus viejos y persistentes demonios. Es una comunidad sin denominadores comunes, apuñalada por su odio consigo misma. Los saqueos de Córdoba son apenas la pústula ostensible, una mera acreditación de la putrefacción profunda. Una década de unilateral promoción de derechos y garantías generó el homicidio de los deberes y las obligaciones.
Todo lo que acote las manifestaciones más destructivas del nihilismo ha sido destituido por el magma imparable del relato de época. Nada puede ser limitado, todo desborde es la natural expresión del cuestionamiento a represiones injustas. Para que 236 personas elijan al rector de la Universidad de Buenos Aires, media ciudad es acorralada. Son colapsos deliberados y premeditados. En modo alguno encarnan deseos espontáneamente expresados. Cristalizada una impunidad cotidiana, el semáforo en rojo hace tiempo se convirtió aquí en tibia sugerencia, pasible de ser ignorada alegremente y sin pagar precio.
Travestismo insuperable, la década de supuesta “recuperación” y “vuelta” del poder público consagró un Estado más bobo de lo que los neoliberalismos más salvajes jamás soñaron. Un Estado inane, ausente, recluido en las pocas manzanas donde vive una clase dirigente de políticos, empresarios, sindicalistas, jueces y editores perfectamente blindados a la demencia cotidiana de una sociedad en la que la expresión “caos de tránsito” es la más naturalizada descripción de la crónica cotidiana.
Una tóxica pero igualmente vacía estimulación de la “militancia” (del latín militarius, de miles = soldado) ha generado una cotidianidad disparatada. Agitan banderas y se excitan con bombos y redoblantes, pero en su gran mayoría funcionan como incurables nostalgiosos de una revolución que no sólo nunca hicieron, sino que tampoco se hizo. Esa turbopropulsada politización militante empapa todo, todo el tiempo. Marchan y se concentran, manifiestan y sacuden el bombo. Perfectamente ajenos a la rutina cotidiana de millones de anónimos (pero hiperpasivos) ciudadanos, bolsones minoritarios cortan y acampan. La foto perfecta es la Casa de Córdoba en la Capital Federal, bloqueada y enrejada por no más de cuatro personas que han montado un “acampe” en plena avenida Callao y se identifican como “asambleas del pueblo”, oscura agregación de activistas que en su primer y único desempeño electoral (legislativas porteñas del 23 de octubre de 2005) cosechó el 0,19% de los votos. No importa: ese “pueblo” tiene custodia permanente de motociclistas de la Federal. Normalmente, son más los policías que los militantes del “pueblo”, pero el acampe sigue, imperturbado, estrangulando Callao y Corrientes y emponzoñando aun más la miseria cotidiana de millares de personas en su deriva zombi por las calles de una ciudad sofocada. ¿De qué sorprenderse ante la pasividad explícita del gobierno nacional cuando ardía Córdoba, si en la legación porteña de esa provincia impera un bloqueo total desde hace ya varios meses?
La entera fisiología cotidiana de la Argentina es campo de batalla. Elegir un rector de universidad, solicitar planes de vivienda y subsidios, disputar un partido de fútbol, nada es inmune al desborde callejero, santificado desde hace una década y ahora parte de la respiración cotidiana de este país. Dato clave: los mayores colapsos son generados por grupúsculos liliputienses. No más de cincuenta personas cortaron esta semana la autopista Illia pudriéndoles la vida a no menos de 80 mil conductores de vehículos, atrapados y sin salida. Lo de la Casa de Córdoba es una foto perfecta: el Estado nacional se reserva el derecho de actuar sólo cuando lo urgen sus necesidades más pedestres.
Los saqueos en Córdoba expresan, además, un costado infectado y atroz: el deleite por el “choreo”, entusiastamente divulgado por Facebook y Twitter, se patentizó en la rapiña a la luz del día de pequeños almacenes, verdulerías y negocios de electrodomésticos. Nada que ver con la saña antimultinacionales; se trata de puebladas desmañadas, en medio de las que batallones de lúmpenes bien comidos devastan los humildes negocitos de una pequeña burguesía empeñosa. De la “descriminalización” de la protesta se pasó a la sacralización del delito, una de las consecuencias de la zaffaronización del pensamiento oficial y del accionar de sus cohortes militantes.
Este miércoles 4 de diciembre toda la zona del Congreso permaneció cerrada, blindada en medio de una vasta colección de manzanas aisladas del resto de la ciudad. Se trataba de festejar la asunción de los nuevos “compañeros diputados”. Al día siguiente, jueves 5, el mismo fenómeno crucificó el centro geográfico de la capital argentina: había que elegir rector de la UBA, otra batalla más. Helicópteros policiales sobrevolaban el campo de combate.
¿Hace falta seguir argumentando para concluir que, así, el derrape argentino lleva ineluctablemente al precipicio más desolado? Una sociedad ausente y resignada ha resuelto “escotomizar”. Un escotoma (del griego antiguo skótos, tinieblas, oscuridad, zona de ceguera parcial, temporal o permanente) de lo que se le ofrece cada día: prefiere no ver ciertos fenómenos, no actuar ante evidentes disparates, seguir bancando una cotidianidad insufrible, que ha resuelto consagrar como inmodificable.