Tengo un amigo en Francia que me comenta que va a leer En busca del tiempo perdido por tercera vez. Sabe, porque es mi amigo, que es una lectura que me reservo para cuando esté preso. A su modo, que es siempre un poco improbable, me está diciendo que cambie mis prevenciones, que ataque el libro de Proust de una vez y que cuando llegue el momento elija otro libro. Como cada vez que no tengo ganas de cambiar de opinión, cambio de tema. Me explica que en realidad no va a “leer” a Proust: acaba de conseguir un audiolibro con la voz de Daniel Mesguich; el proyecto es no quitarles tiempo a las otras lecturas y aprovechar las horas diarias que pasa en auto (su trabajo lo obliga a largos traslados). Me explica que cree que Proust no terminó de decirle todo lo que tenía para decirle. Pocos días después me escribe otra vez para hablar de su fracaso: no había llegado a los preliminares del beso de las buenas noches cuando tuvo que hacer callar al bueno de Mesguich: no soportaba estar distraído por otra ocupación que no fuera sumergirse en el mundo proustiano de cabeza. El audiolibro tal vez funcione con otros libros, pero no con La Recherche.
Sin duda el problema no es de mi amigo, o no es solo de mi amigo: hay escritores que exageran, que requieren de cada minuto de nuestras vidas, de cada neurona, de cada gota de sudor. Son lo que se llaman “escritores vampíricos”: despóticos, lo quieren todo; no les basta con ser leídos, quieren ser releídos, estudiados, viviseccionados. Tienen comportamiento de conquistadores, o si se quiere, de colonos: no les basta con desembarcar en el lector, quieren que este trabaje, y si no lo hace, se sienten con la autoridad para castigarlos.
Naturalmente, Proust no es el único, aunque en cierto sentido él escapa a la regla. Con Proust sucede lo mismo que con Kafka: no son culpables. No es lo que ellos hicieron con el lector sino lo que los lectores hicieron con ellos. Pocos autores fueron capaces de promover tanta escritura, tantos ensayos, tantas interpretaciones, tantos estudios. Pero Kafka le había pedido a su amigo Max Brod que quemara su obra –o eso al menos es lo que siempre dijo su amigo: a veces creo que la Iglesia y Max Brod fueron los dos mejores artistas del marketing de la historia. Proust y Kafka requieren de cada célula, de acuerdo, pero no son como Joyce o Arno Schmidt: los primeros lo dan todo sin pretender nada, en cambio los segundos parecen invertir la fórmula, dan poco y pretenden todo.
De acuerdo, Dante, Shakespeare, Balzac, Beckett y Tolstoi también piden mucho, pero ellos abrieron las puertas del mundo; piden, es cierto, pero a cambio encarnan a la madre nutricia: alimentan por generaciones, su deuda hacia ellos se transmite a la posteridad, de modo que incluso quienes nunca los han leído les deben agradecimiento.
De hecho Joyce y Schmidt son los únicos autores, que yo sepa, que tienen revistas de salida periódica especializadas en sus obras: la James Joyce Quarterly para el irlandés, la Bargfelder Bote para el alemán. Los parecidos son intrigantes: Joyce escribió el Finnegans Wake con la esperanza de que los lectores (¡y los traductores!) se rompieran la cabeza durante años, en lo posible siglos. Schmidt escribió el Zettels Traum con intenciones idénticas. O tal vez con peores intenciones: el Finnegans Wake, luego de algunos intentos vanos, fue traducido a muchas lenguas (incluido el español). Del Zettels Traum, en cambio, no puede decirse lo mismo. Son pocos incluso lo que lograron leerlo.
Resumiendo: si se está con la cabeza en ciertos autores, es mejor mantenerse lejos de la conducción. Lo dice un futuro lector de Proust.