Hace años que veo mis programas predilectos de TV en series bajadas de Internet. Las ventajas de este atajo: por un lado me salvo de las odiosas tandas publicitarias y, por el otro, prescindo de los caprichos de los programadores en cuanto a qué y cuándo verlo. Mi menú incluye programas de televisión de todo el mundo, lo que desbarata la hegemonía norteamericana de las programaciones de cable.
No soy el único que ha adoptado una posición que me gusta llamar postelevisiva. Hace poco mi mamá, que descubrió en el cable un programa de concursos de baile que se emite desde Nueva Delhi, me pidió que le bajara una temporada. Descubrimos que el programa es mejor que los que, en el mismo rubro, se producen en Buenos Aires.
En un cumpleaños, la semana pasada, intercambiábamos figuritas con una amiga: ella había odiado la versión sueca de Wallander, le recomendé la inglesa. Enterada de mi manía reciente por Merlín, me recomendó (con pinzas) el piloto de Camelot, cuyo realismo suponía no iba a gustarme. En otro rincón de la misma fiesta se desmenuzaban algunos chismes tribunalicios relacionados con la caída en desgracia de una directora de programación de un canal capitalino. El programa que había venido a salvar los ratings del verano empezó a desmoronarse por el carácter errático de la producción y, en un momento crítico, las audiencias se complotaron para dejar de verlo. La maniobra desesperada para recuperarlas desencadenó una catarata de demandas. El show sigue, pero sus pasiones se debaten mayoritariamente en Internet, que permite a los espectadores relacionarse sin mediación con las figuras que siguen. A mí, con mis programitas, me pasa lo mismo. Salvo los programadores, todos contentos.