Algo extravagante y desmesurado debe suceder en la Argentina para que ficciones exaltadas dejen de ser espejismos evidentes y se conviertan en razones de Estado.
El miércoles, a horas de que 146 diputados aprobaran la ley sobre medios, el Instituto de Cine y varias FM operaron en la Plaza del Congreso una radio “abierta”, a la espera de la victoria oficial. Pero a pocos metros, en Hipólito Yrigoyen y Solís, palpitaba la realidad verdadera: en esa esquina, numerosas familias iban acomodando colchones para pasar la noche al sereno. Estalactitas humanas, los pobres han vuelto a ser inexorablemente visibles por la ciudad. ¿Qué tienen que ver con los militantes mediáticos y sus interminables horas invertidas en respaldar planes oficiales?
Segmentos gruesos de la comunicación, la cultura y la izquierda han terminado, abierta o inconfesadamente, fascinados por la atropellada y supuestamente democratizadora Ley de Medios encarada como guerra santa por el Gobierno.
Nunca tuve nada que ver con Clarín. Desde mayo de 2003, mantuvo funcional silencio sobre el kirchnerismo. Lo comprobé en primera persona en 2005, cuando el látigo implacable de Kirchner se posó sobre Radio Nacional y Alberto Fernández ordenó que me echasen. Clarín se abstuvo de protestar o darle volumen a esa enormidad.
Al año siguiente, cuando presenté Lista negra. La vuelta de los setenta, en un acto multitudinario en el Colegio Nacional de Buenos Aires del que participó (Raúl Alfonsín incluido) la primera plana de la política nacional no manejada por Kirchner, Clarín se abstuvo de registrar el evento.
Radio Mitre me quiso contratar en 2007, pero a los pocos días el presidente del directorio de la radio decidió que yo era muy conflictivo, y que me había “victimizado” con el Gobierno. Naturalmente, ni Clarín ni Ñ reseñaron Lista negra.
El año pasado, Kirchner, el gran aliado que había prorrogado las concesiones y aprobado la compra de Cablevisión, se convirtió en enemigo número uno. Clarín se ha ganado el desdén, la desconfianza y hasta la hostilidad de mucha gente decente. Tampoco movieron un dedo cuando Perfil fue excluida de la pauta oficial.
¿Se puede ser, sin embargo, tan necio y primitivo como para alegrarse de esta ley oficial atropellada y repleta de trampas autoritarias, sólo porque puede complicarle mucho la vida a Clarín? ¿Puede ese odio cerril, provocado por un narcisismo desaforado, bastar para plegarse a un gobierno “progresista” que se maneja con criterios y filosofía de Menem?
Periodistas, universitarios y gente del ámbito académico muestran insólito fervor con esta promesa de democracia informativa. Que le pregunten a Miguel Bonasso. Con su libro Recuerdo de la muerte, Bonasso fue artífice de la educación presidencial en derechos humanos, porque de 1976 a 2003 los Kirchner nada hicieron y dijeron en la materia. Bonasso, hoy un alma en pena, se desgañita aclarando que los Kirchner nada tienen de progresistas, puesto que conciben y gobiernan desde y para el poder y la caja. ¿Es un gorila Bonasso? ¿O es un quebrado?
Con el gastado argumento de reemplazar una ley “de la dictadura” (con la que convivieron durante seis años sin chistar), ahora los Kirchner lanzaron la ofensiva final. Agustín Rossi admitió en el “debate” en Diputados que violentó las normas para que la votación se produjera a cualquier precio. Lo justificó el flexible Pino Solanas: “Postergarla podría ser una nueva trampa para no hacerlo jamás”.
En la izquierda y en varias celebridades mediáticas, que pese a haber amasado fortunas al servicio de radios y canales privados se muestran embriagadas de asombroso entusiasmo revolucionario, hay felicidad. Solanas declaró que el Gobierno demostró sensibilidad a las críticas, porque “corregir errores no es debilidad, sino una señal de sensatez política”, aunque de inmediato advirtió que se debe hacer lo que el kirchnerismo no hizo ni piensa hacer, porque esta ley “debe tratarse con los tiempos que exija un amplio y profundo debate”. Pese a que su socio Claudio Lozano votó con los Kirchner, admite sin embargo que “el kirchnerismo es adicto al apriete y el chantaje”.
Curioso y desesperante progresismo argentino. Hasta el Partido Socialista (cuya Casa del Pueblo fue quemada por el peronismo en 1953 y su periódico La Vanguardia fue prohibido) se plegó ahora a los Kirchner.
Eduardo Macaluse, ex ARI, se pregunta: “¿Cuál es la tentación del oficialismo?”. Responde: “Evitar que en la ley aparezcan controles que puedan limitar la pulsión de poder ilimitado de los gobernantes. Sobre esto nosotros, como oposición, tenemos la obligación de avanzar”. ¿Cómo? Votando la ley de los Kirchner, exótico revival del viejo “entrismo” trotskista del siglo XX, cuando mimetizarse en el peronismo equivalía a radicalizarlo.
Con candidez, Macaluse, cuyo bloque, como los seguidores de Solanas, converge con el kirchnerismo, se pregunta: “¿Qué es lo que tenemos que hacer nosotros?” Respuesta: “Evitar que quien está en el poder tenga un poder ilimitado. Debe aceptar ser limitado”.
Contradictoria, ingenua, hipócrita, mentirosa, ignorante o entusiasta a toda prueba, la izquierda entona melodías de hace medio siglo, aunque admite melancólicamente que los kirchneristas no dieron posibilidades de nada. Confiesa Macaluse: “Hemos trabajado en la iniciativa, pero creo que se podría haber trabajado más. Con una semana más habríamos llegado a sancionar un proyecto mejor”. No hubo tal semana más. El proyecto debía salir sí o sí, y ya mismo. Niegan o pretenden ignorar la verdadera y tétrica historia kirchnerista en materia de organismos regulatorios: desde 2003 permanecen intervenidos por el Ejecutivo la casi totalidad de los entes regulatorios.
¿Por qué el nuevo Comfer kirchnerista sería ahora portento de participación, pluralidad, transparencia y eficacia? De Lenin hasta hoy, pasando por Stalin, Mao y Fidel, la izquierda ha querido creer. En ese fatigoso intento de fe se incineró en realismos abyectos. Tampoco en esto la Argentina aporta alguna originalidad interesante.