La semana pasada, el primer ministro iraquí Haider al-Abadi declaró la expulsión de Estado Islámico (EI) de Mosul, la ciudad donde hace tres años la banda anunció su autoproclamado califato. Se prevé que en breve también perderá Raqqa, su último bastión, que ya comienza a escapársele de las manos. Pero sería un error suponer que estas derrotas equivalen a la desaparición de EI o de bandas extremistas violentas similares.
Estos grupos dependen de su capacidad de atraer a sus filas a personas jóvenes, dando a individuos frustrados un sentido de misión con una profunda carga ideológica. Algo en lo que EI se mostró muy capaz, al convocar combatientes venidos de todo el mundo dispuestos a morir por su causa (la creación de un califato con ambiciones de expansión) e inspirar a muchos más a la realización de atentados en sus países de origen.
Recapturar territorios dominados por EI (en particular las “capitales” del autoproclamado califato) contribuye en gran medida a debilitarlo, al enviar el mensaje de que en los hechos, la banda no puede convertir su ideología religiosa en una fuerza geopolítica real. Según cálculos de la inteligencia estadounidense, el pasado septiembre el flujo de reclutas extranjeros que cruzaron de Turquía a Siria para unirse a EI y otros grupos se redujo de un pico de 2000 mensuales a tan sólo 50.
Pero la experiencia obtenida de otras bandas terroristas (sobre todo Al Qaeda) muestra que las ideologías radicales pueden sobrevivir incluso sin contar con nada parecido a un estado. Sus promotores cambiarán de tácticas, reclutarán y tramarán ataques en la clandestinidad, pero aún así podrán generar caos, desestabilizar países y ejecutar ataques mortales contra civiles en cualquier lugar.
Además, en las mismas áreas operan muchos otros grupos yihadistas de orientación similar. Piénsese en el Frente Al Nusra, rama escindida de Al Qaeda que se convirtió en uno de los grupos yihadistas más poderosos de Siria. Como EI, Al Nusra abriga aspiraciones de crear un estado, intento en el que lo apoyan por el lado religioso líderes árabes que en su mayoría no son sirios (por ejemplo, el saudita Abdullah al-Muhaysini), cuyos edictos son aceptados sin cuestionamientos por los combatientes, mayoritariamente sirios.
Al Nusra también tiene vínculos con otras milicias que comparten el objetivo de eliminar el régimen del presidente Bashar al-Assad en Siria. En la actualidad domina una coalición llamada Hay’at Tahrir al-Sham (HTS), formada por 64 facciones, algunas más moderadas que otras. En este contexto, la idea de que recuperar territorio controlado por EI equivale a liberar la región de bandas extremistas es claramente ingenua.
Para evitar que esos grupos alcancen el poder que buscan no bastan derrotas militares, sino que se necesita también un esfuerzo concertado para ordenar la situación política, fortalecer el Estado de derecho y garantizar una representación amplia. En Siria y en Irak esto tal vez demande prestar más atención a la Hermandad Musulmana, un movimiento político internacional que en opinión de muchos ha infiltrado varios grupos radicales sunitas, pese a que en público insiste en su naturaleza no violenta.
En el caso de Irak es fundamental que el gobierno central en Bagdad dirigido por Abadi supere el sectarismo que hace décadas divide al país y que recrudeció después de la invasión liderada por Estados Unidos para derrocar a Saddam Hussein. De hecho, en Irak el sectarismo es un problema más serio que en Siria, un país de mayoría sunita cuya familia gobernante, los Assad, pertenece a la secta minoritaria alahuita del Islam chiita.
Para erradicar el extremismo de Irak y Siria también hay que reconsiderar el papel de las potencias externas, en particular los estados del Golfo. Es fácil caer en el error de creer que la reciente disputa por el apoyo de Qatar a grupos yihadistas que enfrentó a este país, por un lado, con Arabia Saudita, Bahréin, Egipto y los Emiratos Árabes Unidos, por el otro, expresa diferencias de lealtades entre ambos grupos.
Lo cierto es que en Irak, tanto Qatar cuanto Arabia Saudita se opusieron al régimen de Saddam y apoyan públicamente al gobierno de Abadi. Al mismo tiempo, gobiernos y ciudadanos particulares de varios países del Golfo (entre ellos Arabia Saudita, EAU, Kuwait y Qatar) tienen estrechos vínculos con Al Nusra. El ministro de asuntos exteriores de Qatar, Mohammed bin Abdulrahman Al-Thani, negó que su país financie al grupo, pero también llamó públicamente a sus líderes a distanciarse de Al Qaeda, lo que refuerza la idea de que Qatar conserva influencia sobre aquel.
Por más que la situación es compleja y cambiante, es posible que la clave para su solución sea bastante sencilla. En primer lugar, los gobiernos nacionales y regionales, y los actores no gubernamentales, deben hallar el modo de cortar el suministro de fondos a los grupos yihadistas. En segundo lugar, es preciso enfrentar decididamente la ideología de odio y violencia que impulsa a estos grupos, sin importar a quién ofenda.
Ahora que los sueños de califato de EI se desvanecen, es posible que su dominio sobre los corazones y las mentes de jóvenes frustrados convertibles en combatientes se esté debilitando. Pero sólo un esfuerzo concertado e integral para desacreditar a los yihadistas y fortalecer los sistemas políticos puede cortar el ciclo de violencia en Irak, Siria y otras partes de Medio Oriente.
*Fundador del Instituto de Medios Modernos de la Universidad Al Quds de Ramallah.
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