De acuerdo con lo informado por Amnistía Internacional, el 27 de octubre de 2008, en Somalia, se ejecutó la sentencia legal sobre Aisha Ibrahim Duhulow: lapidarla hasta que muriese. La mujer –chica, al momento de la ejecución tenía 13 años– había sido condenada por el delito de infidelidad, aunque ella en su defensa había aducido que la habían violado. Un grupo de cincuenta personas le arrojó piedras hasta matarla delante de un millar de conciudadanos.
Si me guiara por mi visión de la sociedad porteña hasta el viernes 28 de marzo, hubiera dicho que todos estábamos de acuerdo en que lo que acabo de relatar es el reflejo de una estructura cultural retrógrada. Tras lo que azarosamente me tocó presenciar el sábado 29 de marzo en el barrio de Palermo, no estoy muy seguro de que exista tal consenso.
Las diferencias entre la ejecución de Aisha en 2008 y la del “pibe chorro” el sábado 29, claro, son numerosas.
Para empezar, ella murió y él no. Habiendo estado ahí, diría que no lo mataron de casualidad, o en verdad gracias a la valentía de Alfredo, ese portero que se subió a su cuerpo y en un acto simultáneo lo detuvo e inmovilizó al tiempo que lo protegía de las patadas (en el momento en que lo vi me resultó imposible discernir si había una intención de protegerlo, pero al escucharlo días más tarde comprendí por qué había obrado de esa forma, con un coraje envidiable).
Otra diferencia es que la lapidación de Aisha era un acto racional y premeditado, regulado por la Justicia soberana en ese territorio. Lo ocurrido en Palermo, por el contrario, fue –se veía en los ojos desorbitados, en los movimientos eléctricos– espontáneo, pura reacción, irracionalidad, el ser humano reducido a su condición tribal más primitiva y brutal. No sólo no era un acto de justicia formal –lo que ocurría era simplemente ilegal–, sino que tampoco se trataba de una puesta en escena de la “justicia por mano propia”, ya que la víctima del carterista a quien se trató de linchar fue sólo uno en el grupo de quienes lo patearon.
Una diferencia más. La ejecución de la mujer infiel en Somalia es la racionalización de la irracionalidad: a fuerza de repetirse, el acto barbárico se transforma en parte de la cultura y luego se lo incorpora a la legalidad, se lo regula, la locura se traviste con un manto de objetividad. Las caóticas patadas sobre la cabeza del “pibe chorro”, en cambio, son fruto del mecanismo inverso: nuestro país posee un corpus legal que establece al Estado como monopolio de la violencia legítima; lo que ocurría ante mis ojos era el quiebre del contrato social entre los ciudadanos y el Estado. La violencia se dirigía hacia ese carterista, pero también contra quienes intentaran detener la golpiza: “Para vos también hay, hija de puta”, le dijeron a una mujer mayor antes de desperdigarse porque acababa de llegar –tarde, una eternidad– la policía.
La espiralización de la noticia comenzó a reflejar que la furia que vi en ese hecho, en ese rincón microscópico del territorio, no había sido casual: buena parte de la opinión pública comenzó a apoyar la posibilidad de linchar a los delincuentes.
No intento decir que no pueda discutirse el tema, de hecho es preferible que si los episodios se repiten se tome conciencia y se abra el debate. Lo llamativo es la ausencia de pudor: hasta hace no demasiado tiempo, si alguien opinaba a favor de linchar personas al menos sentía vergüenza y no se atrevía a decirlo en voz alta.
Si la existencia de linchamientos espontáneos funciona como alarma, la del debate acerca de si está bien o mal linchar nos introduce en un tren que avanza hacia atrás en el tiempo. Una sociedad que comienza a debatir asuntos que ya estaban resueltos, que jaquea los principios morales que fundamentaron su jurisprudencia, es una sociedad en crisis. La clase dirigente –política, económica, cultural– de ese territorio ha fracasado. Si la única reacción que posee esa clase dirigente es justificar a los linchadores o catalogarlos como delincuentes amenazando castigarlos, no existe otra posibilidad que la de que el fracaso se profundice.
Quizás, hasta que no estén en medio de una turba como la que vi el sábado 29, no comprenderán que, gracias al fruto de su trabajo, lo que nos separa de una cultura que considera correcto apedrear a una mujer infiel se hace cada vez más nimio.
*Editor de Espectáculos de PERFIL. Escritor.