En una novela de Wilcock el consejo municipal de un pueblo italiano de provincia decide construir un templo etrusco en medio de la plaza. La construcción aspira a favorecer el desarrollo turístico del barrio en beneficio de los comerciantes de la plaza y los alrededores. El pueblo, efectivamente, tiene pocas atracciones disponibles para los pocos turistas de paso: una cárcel antigua y un pozo, un agujero abierto muchos años atrás por la explosión de un negocio clandestino de venta de fuegos artificiales. Se parece a la Esparta actual, que también carece de atracciones turísticas: una estatua de bronce dedicada al célebre Leónidas, quien combatió a los persas en el 480 a.C. en la batalla de las Termópilas, contando con solo trescientos hombres. La estatua está allí, pero ni siquiera sería justo hablar de atracción turística. Algún que otro visitante se saca una foto a su lado, pero en un mundo donde la gente es capaz de sacarse fotos junto a un cartel que dice Las Grutas, no indica absolutamente nada. Tampoco es una atracción turística la tumba de Leónidas, que se encuentra cerca de allí. Pero nada de eso es culpa de Leónidas sino de la propia ciudad, que dista mucho de ser una meta turística para los visitantes de Grecia. En realidad hay muchos que ni siqueira saben que Esparta existe, construida sobre las ruinas de la antigua y legendaria que se estudia en la escuela.
En la revista Aeon, la historiadora Daphne D. Martin, de la Universidad de Cambridge, dice que la irrelevancia de Esparta no es solo turística, sino también cultural e histórica. Para Martin la comprensión monodimensional que tenemos de Esparta –una ciudad dedicada al culto a la guerra y a poco más– le jugó en contra, y asegura que probablemente tuvo una existencia mucho más dinámica e interesante de lo que creemos. Más aún, dice Martin que el mito militar ni siquiera está probado por hallazgos arequeológicos: lo que más sorprendió a los exploradores del siglo XVIII que excavaron en el valle del río Eurotas, donde se encontraba la antigua Esparta, quedaron sorprendido más por la belleza del lugar que por los hallazgos, pocos e irrelevantes.
Martin cree que el lugar común de la ciudad guerrera deriva de fuentes no espartanas, en muchos casos hostiles y enemigas de la ciudad. Al parecer el mito militar se acentuó durante el período de dominación romana. Esparta tuvo siempre buenas relaciones con Roma: en el siglo I a.C. apoyaron el primer emperador, Augusto.
Más de mil años después, Esparta estuvo bajo el dominio del conquistador de origen francés Guillaume de Villehardouin. Guillaume no consiguió defender a la ciudad de los bizantinos, que la conquistaron en 1262 y la convirtieron en una importante capital cultural, llena de catedrales, iglesias, monasterios, basílicas y capillas (sí, hubo una época en que la presencia de esas construcciones significaban algo).
Luego de la caída del Imperio Bizantino, en 1453, el dominio pasó a los otomanos, y varias grandes migraciones despoblaron casi por completo a la ciudad, convirtiéndose en una pequeña aldea. En la primera mitad del siglo XIX, Grecia se volvió una monarquía independiente, pero bajo la protección de varias potenciads europeas. El rey Otón I de Baviera decidió, en 1834, reconstruir Esparta sobre las ruinas de la ciudad antigua, y luego de más de seiscientos años aquella pequeña aldea volvió a poblarse. Hoy tiene cerca de veinte mil habitantes. Al parecer no aman a los turistas, pero ¿quién no los necesita?.