Los dramáticos hechos recientes ocurridos en Gaza y algunas negociaciones que tuvieron por sede
territorial El Cairo trajeron a mi memoria una ceremonia que me tocó presenciar –como
embajador en Egipto– en dicha ciudad el 4 de mayo de 1994. Dadas las circunstancias y
características de las partes involucradas en ella, cuya concreción tuviera muchos retrasos,
existían hasta el momento mismo de su inicio algunas dudas de que finalmente pudiese tener lugar,
no obstante la enorme publicidad que le estaba otorgando el país sede. Dichas dudas estaban
abonadas por el hecho de que las partes seguían negociando hasta muy pocas horas antes del momento
anunciado para su comienzo. Finalmente, poco después de las once de la mañana, con la sala mayor
del Centro Cairota de Conferencias a pleno, y con la presencia en el escenario del presidente Hosni
Mubarak; el primer ministro Rabin; el señor Arafat; el secretario de Estado norteamericano, Warren
Christopher, y los cancilleres egipcio, israelí, palestino y ruso, se dio comienzo a la ceremonia
con un discurso del presidente Mubarak. Recuerdo que todos los nombrados estaban de pie y que
siguieron en esa postura durante toda la ceremonia ya que no había sillones, salvo uno, colocado
frente a la mesa donde estaban los textos del acuerdo. Fuera de eso, no había en el escenario otro
mueble que una tribuna desde la cual se pronunciaron los discursos. A continuación, el señor Arafat
procedió a firmar los textos e inicialar los mapas del acuerdo Israelí-Palestino, cosa que hizo
–luego se supo– a medias, bajo una ovación. Cuando le tocó el turno al primer ministro
Rabin, fue visible para todos la sorpresa en el congestionado rostro del veterano dirigente israelí
frente a algunas de las hojas que debía suscribir. A ello siguió su airado gesto convocando a su
propio canciller, que dejó su lugar y se dirigió hasta la mesa de la firma.
El profundo y expectante silencio en la sala era sólo quebrado por los sonidos de las cámaras
fotográficas y de los equipos de TV. Seguramente convencido, aunque no del todo tranquilizado por
su canciller, Simon Peres, Rabin terminó de firmar y volvió a su lugar. Pero una vez allí, la
primitiva alineación de los circunstantes en el escenario perdió su estructura porque, salvo
Mubarak, en el centro entre Rabin y Arafat, todos los demás se desplazaban en una suerte de danza y
contradanza para hablar sucesivamente con ellos tres.
Así las cosas, Rabin gesticulaba entre la impaciencia y la impotencia, Mubarak escuchaba
atentamente a todos los cancilleres y luego transmitía los “mensajes” a Arafat, que
parecía de piedra, mucho más de piedra que la propia réplica de la esfinge que presidía el foro del
escenario, separada de los dirigentes por un tenue cortinado azul poblado de pequeñas y titilantes
estrellas. Mientras tanto, y aparentemente ajeno a toda esta confusión, el secretario de Estado
norteamericano firmaba también los textos y pasaba de inmediato a la tribuna para decir su
discurso, que nadie, por supuesto, escuchaba; ni los que estaban en el escenario, ocupados en una
nueva negociación “al paso”, ni el público, cuya atención –como la de las cámaras
de TV– estaba puesta en el ballet de los cancilleres alrededor de un Rabin todavía
congestionado y de un Arafat impasible. También dijo su discurso el canciller ruso, en medio de las
mismas y tan poco propicias circunstancias para ser escuchado.
Mientras tanto subían y bajaban entre la platea y el escenario algunos funcionarios locales
reclamados por el canciller egipcio, Arm Moussa, y otros, israelíes y palestinos, convocados por
sus respectivos jefes. Finalmente, todos los nombrados, encabezados por Mubarak, se retiraron del
escenario mientras se anunciaba al público que habría un breve intermedio, pidiéndosele que no
abandonara la sala.
Por supuesto, nadie se movió de allí. A esto siguió un conciliábulo masivo de mis colegas
acreditados en El Cairo e invitados a la ceremonia, en diálogo con funcionarios egipcios y de las
delegaciones de Israel y Palestina, que eran interrogados sobre cosas ignoradas, para responder
sobre cosas imposibles. Pero no habrían pasado más de diez minutos cuando retornaron al escenario
todos los personajes de esta accidentada ceremonia, denotando sus rostros un gran alivio, una gran
distensión. De inmediato, y para satisfacción de todos, Arafat volvió a sentarse a la mesa para
firmar lo que antes no había hecho de manera total, como por ejemplo ciertos mapas, y algo más.
Este auspicioso hecho fue acompañado por una salva de aplausos que partió desde el propio
escenario, calurosamente apoyada por toda la sala. El acuerdo había sido salvado y la ceremonia
prosiguió con el resto de los discursos. Para el cierre, volvió a hablar Mubarak, pero esta vez lo
hizo en inglés y no en árabe, agradeciendo el “regalo” de la ceremonia, ya que
coincidía con el día de su cumpleaños, al cual, por otra parte, habían aludido ya todos los
oradores. En cuanto a la ceremonia en sí, tal vez valga la pena agregar que no obstante la
presencia en la sala del ministro de Relaciones Exteriores de España, nadie recordó a Madrid
–como sede que fuera también de negociaciones– en sus discursos.
En cambio, ninguno olvidó mencionar la contribución de Oslo al proceso de paz, a través del
ex canciller de Noruega, cuya viuda también estaba en la sala como invitada especial. En cuanto al
fondo del proceso, este “pequeño susto” de la ceremonia “interrumpida”, no
fue más que una nueva y anecdótica muestra no sólo de las grandes dificultades que presidieron
siempre todo este proceso de paz, sino además un anticipo de todas las que sobrevendrían en su
cotidiana ejecución. Todo ello, lamentablemente confirmado en exceso por la reciente tragedia de
estos días de furia, sangre y muertes masivas de inocentes en Gaza.
*Periodista y diplomático.