A veces, es de imbatible elocuencia relatar los grandes procesos políticos en simultaneidad con las vidas personales que en ellos se agitan. Me parece lo más acertado, en un momento como éste, homologar las macrohistorias con las humanas existencias.
Cuando las Fuerzas Armadas derrocaron al presidente Arturo Frondizi, el 29 de marzo de 1962, yo tenía 17 años. Frondizi había asumido el 1º de mayo de 1958, tras ser electo el 23 de febrero de ese año con 4.049.230 votos, contra 2.416.408 del candidato de la UCR, Ricardo Balbín. Derrocado y encarcelado Frondizi por las FF. AA., el presidente del Senado, José María Guido, asumió en forma interina la presidencia de la Nación.
Yo tenía 18 años y todavía no podía votar cuando las elecciones del 7 de julio de 1963 consagraron a Arturo U. Illia como presidente y a Carlos H. Perette como vice. La UCR del Pueblo (Illia) tuvo 2.440.536 votos; la UCR Intransigente (Oscar Alende), 1.592.872 votos; la Unión del Pueblo Adelante (Pedro E. Aramburu), 726.663 votos; y en blanco hubo 1.694.718 votos, básicamente peronistas.
En 1965, el gobierno radical convocó a elecciones legislativas sin restricciones ni proscripciones de ningún tipo (las del ’63 fueron organizadas por los militares), lo que le permitió al peronismo recuperar su plena legalidad. Obtuvo, así, 3.278.434 votos y los radicales, 2.734.970. Yo tenía 20 años y voté esa vez al justicialismo.
Ya tenía 21 años cuando el 28 de junio de 1966, las Fuerzas Armadas derrocaron a Illia. En las ceremonias de asunción de los jerarcas de la nueva dictadura, no faltaron referentes del sindicalismo peronista. Me resulta siniestro admitirlo hoy, pero aquel golpe no me angustió mucho. Era cronista de Gente y me mandaron a hacer guardia toda la noche al Aeroparque, por si el presidente Illia “se escapaba”. Aquel “viejo” maravilloso (tenía 62 años cuando fue depuesto) no huyó a ninguna parte.
No pudimos volver a votar hasta 1973. El 11 de marzo de ese año, cuando ya tenía 28, voté a la fórmula que resultó ganadora, Cámpora-Solano Lima, que logró casi el 50 por ciento de los votos. Echado ese binomio del gobierno por el propio peronismo en uno de sus recurrentes festines antropófagos, el 23 de septiembre de ese 1973 formé parte del 62 por ciento que votó la tétrica fórmula Perón-Perón (¿me alcanzará la vida para arrepentirme?). En el ballottage por la senaduría porteña, en cambio, apoyé al entonces joven radical De la Rúa contra el candidato de Perón, el nacionalista de derecha Sánchez Sorondo. No pude votar el 30 de octubre de 1983 por estar todavía viviendo en el exilio, pero hubiera votado por Alfonsín con mis dos manos si hubiera podido. Regresé a la Argentina a los 39 años y ya nunca más se dejó de votar en este país.
En 1989, a los 44, entre Menem y Angeloz, preferí al cordobés, sobre todo luego de ver al riojano cortejando a los golpistas de Seineldín, mientras la izquierda armada asesinaba soldados en La Tablada.
En 1995, luego de cumplir 50 años, entre Menem, Bordón y Massaccesi, opté no tanto por este último como persona, sino por el partido que lo había proclamado. En 1999, como el 49 por ciento de los argentinos y ya con 54 años vividos, le di mi voto a la fórmula De la Rúa-Alvarez. Y en 2003, a los 58, emití un voto puramente testimonial. En países más normales o previsibles que la Argentina, que un periodista exponga estas intimidades es habitual y hasta deseable. Ayuda a oxigenar el ambiente. No retengo que en mis actitudes hubo otra cosa que equivocaciones y traspiés bien intencionados, pero jamás la aviesa intención de hacer el mal. Creo que pocos pueden tenerla. No me he manejado tampoco con criterios estrechamente partidarios, aunque estoy persuadido de que sin partidos políticos la Argentina no va a ninguna parte.
Hubo distinguidos compatriotas que integraron la Conadep sin ser radicales, y yo mismo, luego de haber votado a los radicales en el 89, fui designado director de Radio Municipal por Carlos Grosso. Pero ni Alfonsín ni Menem hablaban de “concertación” como se la concibe ahora, en términos de sometimiento y eliminación de la propia historia de los convocados.
Hablo de edades y momentos de la vida porque estoy convencido de que las vueltas de la política marcan nuestras existencias, o al menos condicionaron la mía de modo inexorable. Derrocamientos, golpes de Estado, revoluciones, asesinatos, puebladas, exaltaciones, colapsos económicos y bajones anímicos fenomenales transitan por nuestras vidas, sin duda por la mía, ostensiblemente.
Ignoro si emitir un voto alguna vez será en este país una circunstancia inodora e insípida. No lo ha sido, ni lo es. En esa papeleta miserable, metida dentro de un sobre de austera precariedad, van los nombres de las mujeres y de los hombres a los que les encargamos hacerse cargo activamente de nuestra ciudad, de nuestra provincia, de nuestro país. Son nuestros contratados, nuestros mandatarios, y seguirán siendo tan escuálidos y falibles mientras nosotros así lo sigamos prefiriendo.
Será por razones generacionales, pero confieso que el asunto me “puede”. Muchos de esos seres humanos, a los que llamamos insensiblemente “políticos”, son a menudo como esos maestros de la lírica que vemos, parados y solitarios, sobre el escenario del Teatro Colón, cantando un aria a capella, exclusivamente sostenidos sobre sus cuerdas, su talento, su locura. Al pie del precipicio, sin red.
Es posible que las elecciones de este 28 de octubre carezcan de la fuerza motivacional que en otras ocasiones movilizó a millones de argentinos. Kirchner no emocionó a nadie en 2003 y si su esposa resultara electa dentro de siete días, será en el contexto de un hielo emocional sin precedentes, ese telón de vidrio que se levanta entre ella y el resto de los argentinos.
¿Es acaso mejor que se vote a caballo de una oleada de fervor irracional? ¿Es así cómo deciden las sociedades mejores que la nuestra? No siempre. En 2002, la entonces imbecilizada juventud de Francia no fue a votar en la primera vuelta de las presidenciales y así sacó de la carrera al socialista Lionel Jospin, de lejos la mejor variante, para que después todas las almas bellas de la progresía tuvieran que salir corriendo, espantadas, para elegir entre el conservador Chirac y el fascista Le Pen. Calavera no chilla.
¿Nos pasará lo mismo en la Argentina dentro de siete días? Hoy no revelo mi voto aquí. No me parece que corresponda hacerlo una semana antes. Pero no quisiera después del 28 tener que mirarme la cara con lástima y desprecio. Quiero votar para presidente a una persona seria, preparada, serena, honesta y comprometida con cambios verdaderos. Poca cosa, en realidad, pero ahora, como siempre, en esto me va la vida.