Un chico de 6 años que jugaba en el pasillo de una villa miseria murió por el impacto de un proyectil durante un enfrentamiento entre bandas de narcos; dos ladrones organizaron un raid por los barrios de Buenos Aires, tomaron media docena de rehenes y la policía los acribilló con cuarenta balazos; un quiosquero, un almacenero, un farmacéutico, un carnicero mataron a tiros a unos tipos (“seguramente drogados”) que quisieron asaltarlos; varios jóvenes delincuentes, fuera de sí, mataron a tiros a un kiosquero, a un almacenero, a un farmacéutico a quienes estaban asaltando. Todos los días hay robos, atracos, accidentes callejeros, violencia armada en las villas miseria y también en los barrios ricos; en el centro de la ciudad, a la salida de las discotecas, los clientes se pelean a golpes casi todas las noches y, de vez en cuando, muere alguien (y no sólo un boliviano asesinado por un patovica); en las cárceles, casi un tercio de los internos tiene VIH por las violaciones y el consumo de drogas; más de la mitad de los que salen en libertad vuelven a delinquir en los dos meses siguientes; se venden permisos de salida a delincuentes presos por homicidio; los motines en las prisiones son tan habituales como las agresiones de las barras bravas durante los partidos de fútbol. La lista de los casos de violencia urbana es prácticamente infinita. El miedo organiza la relación con el espacio público, instalado, a partir de datos reales, por una sinfonía televisiva que no baja del fortissimo, con el efecto amplificador del sensacionalismo. Pero las ciudades no son homogéneas. Hay diferencias inconmensurables entre los barrios de Buenos Aires: no es lo mismo decir Villa Soldati, Villa Riachuelo, Pompeya o Lugano que Caballito la ciudad de los pobres o Palermo. Un abismo divide la ciudad y muchas zonas del Gran Buenos Aires con las que limita. Eso se llama diferencia social. Es cierto que, comparada con su propio pasado, la ciudad no es la misma. Pero ¿es necesario comparar sólo con el pasado? Si pensamos en Bruselas o Berlín, Buenos Aires o Córdoba son inseguras. Pero tampoco se parecen a decenas de grandes ciudades latinoamericanas donde es estadísticamente más peligroso viajar en transporte público o divertirse los fines de semana, cuando muere una decena de personas, y en los hoteles advierten a los turistas que no se les ocurra salir a hacer jogging si aman la vida. Las encuestas indican que el 70% de quienes las responden afirman conocer a alguien que fue asaltado en el último año. Se toman rehenes, se los mutila, se mata por unos pocos pesos: el nuevo estilo de la delincuencia es brutal. Pero no sólo las ciudades argentinas sino el mundo entero ha cambiado desde 1960. Y, además, los que recuerdan los años 60 son viejos que no hacen trabajo estadístico sino que simplemente consideran que la juventud fue siempre una época mejor.
En los recuerdos del pasado reciente también podría encontrarse un hilo que conduzca a los años de la dictadura, donde se vivió la paradoja de una máxima inseguridad jurídica junto con una tasa relativamente baja de pequeños crímenes urbanos. Mientras la dictadura asesinaba por decenas de miles, las ciudades estaban ordenadas por el Estado autoritario. Para quienes no estaban en el foco de una represión que, en la mayoría de los casos, significaba muerte o tortura, Buenos Aires era una ciudad cuyos habitantes adultos percibían como segura. Era, en cambio, oscuramente enemiga de los grupos juveniles, hostilizados no por la delincuencia, ni por sus propias reyertas, sino por la policía. Ahora bien, el deterioro de la seguridad urbana se ha acentuado. Sus efectos en el imaginario no son políticamente controlables ni pueden refutarse con los números del terrorismo de Estado ejercido entre 1975 y 1982. Los efectos imaginarios son eso: una configuración de sentidos que se tejen con la experiencia pero no sólo con ella. Por diversas razones, muchas de ellas enteramente objetivas, la ciudad de la transición democrática, la ciudad del último cuarto de siglo, es percibida como más insegura que la ciudad controlada por un Estado terrorista. Así las cosas, no se trata de demostrar que el imaginario se equivoca. Dentro de las posibilidades de lo imaginario no está la de equivocarse. Con el imaginario no se discute.
*Ensayista. Fragmento del libro Ciudad vista, Siglo XXI.