Un formidable compendio de jaquecas, molestias, enojos y –sobre todo– colosales pérdidas materiales, además de las humanas e irreductibles angustias cotidianas, reposa sobre la base de una miserable mentira. ¿Por qué?
Hace interminables años que en la Argentina se juega a la ficción de que ésta es una sociedad “movilizada”, consciente de sus derechos y orgullosa de sus reclamos. El mecanismo calza a la perfección con un gobierno que desde 2003 dice cumplir con el apotegma de no “criminalizar” la protesta, ni “judicializar” las luchas sociales.
El resultado está a la vista. No sólo la pobreza y la indigencia no han amenguado. Peor todavía, tratándose de un régimen retóricamente comprometido a “redistribuir” la riqueza, la Argentina no es hoy, seis años después de la llegada de los Kirchner a la Casa Rosada, un país menos inequitativo y más justo. Al contrario, si a la protesta no se la criminalizó, fue a cambio de que la inequidad social aumentara. Han procedido como con casi todo lo que manejaron.
La Argentina dio por hecho que, partir de los salvajes y canallescos asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki, hace siete años, este país no volvería a reprimir. Existe la represión, claro. Los argentinos la han vivido en su propia piel durante largas décadas, y existe la “represión”, concepto falazmente adoptado para ser equiparado con el gobierno de la ley y la preservación del orden y la seguridad públicos.
Desde mayo de 2003, un fetiche sacrosanto y prestigioso fue encaramado al sitial de inobjetable. Nada que violente las normas más básicas (derecho a la libre circulación de las personas, derecho de propiedad, libertades individuales) podrá ser confrontado con las herramientas de la ley, si quienes provocan tal “movilización” lo hacen en nombre de la justicia social, la supervivencia, el hambre, la educación o sus reclamos salariales.
A lo largo de las últimas y espinosas semanas, se han vuelto a ver, sobre todo en la frecuentemente irrespirable área metropolitana, los efectos tangibles de este estado de cosas. La ciudad y sus alrededores son un tablero infestado de impedimentos, alteraciones y bloqueos. La vida urbana se ha convertido en un gigantesco e imprevisible galimatías. Por aquí no, por allá tampoco, por este lado no se puede, avance, retroceda, siga, deténgase, más tarde, ahora no, circule.
Nada más reaccionario, troglodita y antipopular que esta sacralización del secuestro cotidiano del espacio público. No son, no fueron, ni serán los ricos y poderosos los afectados por esta anomia imbécil y retardataria que convierte a la vida en un exasperante torneo de angustias. Sólo los pobres que viajan en transporte público, la pequeña burguesía que no llega a fin de mes, los trabajadores que atesoran presentismo y cumplimiento de los horarios, los que hacen trámites, los complicados, los enfermos, los que buscan y no encuentran, los que tienen que circular por la calle porque trabajan en carga y transporte son víctimas propiciatorias de piquetes, escraches y cierres de calles y rutas.
La característica profundamente antipopular y “vanguardista” de este fenómeno patológico y ya cristalizado de copamiento crónico de un espacio público que dejó de serlo es que activa las pulsiones más crudamente ordenancistas. Cuanto más invisible se hace la vida cotidiana y más se perpetúa la pobreza estructural que vandaliza a la Argentina, más crecen los proyectos verdaderamente fascistas.
Así, el desorden sistémico, la exasperación cotidiana, la ciudad y las fábricas convertidas en trincheras abiertas, donde el orden público es prolijamente violado ante unas fuerzas “de orden” a las que se ha instruido para que no hagan nada nunca, son campo propicio para que reaparezcan los proyectos totalitarios más brutales.
Mucha gente anda diciendo que “hay que matarlos a todos”. Pobres, desempleados, gente que apenas subsiste y a quienes la vida se les hace insufrible murmuran que hace falta una mano dura. Gracias a los Kirchner. Han consagrado el reino de fantasía de un supuesto garantismo social. A la pobreza no la eliminamos, pero permitimos que la calle y el trabajo sean tierra de nadie, así que, una vez más el reino de la ficción, así somos más “progresistas” que nadie.
Esta semana, Buenos Aires y su enorme zona de influencia fueron un desbarajuste infinito. Hasta la Policía Federal se permite ahora matarse de risa de los garantistas argentinos. Su vocero, Daniel Segundo Rodríguez, por ejemplo, dijo esta semana, obedeciendo estrictas órdenes superiores, que “la Policía no va a criminalizar la protesta social”.
Ex empleados despedidos de Kraft-Terrabusi, que funciona a 50 km de la Capital, cortaron el cruce de Callao y Corrientes y más de veinte cortes en los últimos tres días protagonizados por piqueteros, empleados estatales, grupos de jubilados y trabajadores de alguna empresa en conflicto transformaron la zona metropolitana en un espacio tumefacto, crispado, herido y malhumorado.
Cada vez que los protagonistas de estas escenas de colapso del tejido social son interrogados por los periodistas para que expliquen por qué sistemáticamente los más pobres o desaventajados son víctimas predilectas del activismo callejero, admiten que ellos saben que de esta manera perjudican a una abrumadora mayoría de inocentes, pero –alegan– así “llaman la atención”. Es un argumento pobre y políticamente patético, que evoca los métodos de protesta de fines del siglo XIX, y además falaz. ¿Por qué no van a cortar las pistas de aterrizaje y decolaje desde donde operan, imperturbables, los aviones y helicópteros de quienes gobiernan? ¿Por qué les arruinan la vida a los que menos tienen y –sobre todo– en nada se vinculan con los que mandan?
Es la doctrina de la extorsión social perfecta: le hago miserable la vida a la población para que, efecto carambola, los poderosos actúen a favor de mi reclamo. Es un concepto oblicuo y esencialmente innoble. La argumentación de esta metodología es una versión de “el que no llora no mama”, pero armada al servicio del peor desenlace. Vivimos, así, sometidos a un escenario de movilización permanente pero perfectamente estéril, o –cuanto menos– desproporcionada. Es otra ficción deleznable y, por lo que se ve, de espinoso cuestionamiento.
El orden es reaccionario y el desorden es progresista. Sólo un cínico manejo del oportunismo más aventurero puede justificar tamaña distorsión, que empapa de entusiasmo a no pocas personas cultas y sensibles, convencidas de que este desbarajuste expresa una gesta de transformación social.