Existe una dignidad en el palo y existe una dignidad en la piedra. El palo que se enfrenta al fusil o a la pistola, la piedra que se opone a la granada de gas lacrimógeno, cobran dignidad. Es la dignidad de los que, siendo más débiles, no se resignan a ser débiles y ofrecen pese a todo su resistencia en ese combate desigual que se libra en tantas calles. Ahora bien, ¿qué pasa cuando la piedra se arroja contra el indefenso? ¿Qué pasa cuando el palo se abate sobre el desarmado? Porque en el primer caso puede decirse que la calidad de los pertrechos sirve para adjetivar la lucha. El palo contra el arma de fuego, la piedra contra la granada, la carrera veloz contra el escudo firme, las bolitas de acero contra las guardias montadas, las bombas molotov contra las bombas a secas: todo eso define, y describe, el carácter de la lucha popular. Y se entiende que del otro lado, como policía o como soldadesca, como agencia del orden o de guerra, toma posición una fuerza estatal. La escena y su disposición de peripecias se repite en todo el mundo: es la forma prototípica de una lucha popular contra un Estado. En el segundo caso, sin embargo, en el caso del palo y de la piedra que se emplean en una calle contra algunos que no tienen ni fusiles ni granadas, y a decir verdad tampoco palos y tampoco piedras, ¿de qué se trata? ¿Cómo se entiende?
Hubo un acto la otra tarde en el centro de Buenos Aires. Tenía por objeto homenajear el aniversario de la fundación del Estado de Israel. Es sabido lo que allí pasó: un grupo díscolo irrumpió en el acto y la provocación derivó en violencia y en agresiones graves. El desacuerdo subrayado con la política israelí respecto de los palestinos está bastante extendido, y de hecho, si acaso importa decirlo, diré que me incluye. Pero, ¿qué pensar de esta aparición beligerante con garrotes, balines, nunchaku? ¿Qué decir de esta incursión de mamporros y patota? El Estado de Israel estaba presente allí como objeto de homenaje y como objeto de representación diplomática en la persona del embajador. Como fuerza de choque no estaba, como poder de policía tampoco (estaba en cambio el Estado argentino, cuya impericia es a menudo tan garrafal que suele quedar la duda de si actúa de mala fe o con simple incapacidad. En esta ocasión, por ejemplo, ¿liberaron la zona o se vieron desbordados? ¿Dejaron hacer por complicidad o no atinaron a reaccionar aunque quisieron? Son tan ineptos muchas veces, y tan corruptos otras tantas, que con frecuencia no es muy fácil distinguir).
¿Qué es lo que resulta entonces de la épica del combate popular en plena calle cuando no se libra contra ninguna fuerza estatal, sino contra un puñado de ciudadanos sin fuerza? Entiendo que se empobrece apenas como mera performance. Performance triste, caricatura, ficción de intifada, sobreactuación. Gestualidad pura, aunque lesiva, de las luchas contra un Estado, sin Estado, sin objeto. Quedan los signos, nada más que los signos, citados con cabal pasión mimética, pero vaciados de sustancia, al borde de la parodia.
El daño fue real: hubo ataque y hubo heridos. Y eso porque no es del todo cierto que las ficciones políticas operen en una dimensión paralela a la de la realidad política. Siendo ficción, actuación o simulacro, también puede tocar la realidad política, puede afectarla y a veces hasta modificarla. Es el tema que actualmente la sociedad argentina discute en pleno. A falta de mejor inspiración, a propósito de un programa de televisión que anima Marcelo Tinelli.