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Ficciones para la represión

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La judicialización y la represión de la protesta social relanzadas con el “protocolo antipiquete” se sostienen en el éxito que tienen determinados clichés en la opinión pública. Son lugares comunes de larga duración que merecen ser discutidos. Me gustaría lidiar con tres de ellos.

Primero: no hay que pensar la protesta social con la tapa de los diarios, es decir, desde la superficie de las cosas. La protesta no empieza y termina con la manifestación en el espacio público. Si los manifestantes salen a la calle no lo hacen porque la noche anterior fueron cautivados por un sueño colectivo que los impulsó a hacerlo, sino porque los funcionarios no atendieron los teléfonos, y si lo hicieron no concretaron una reunión, o cuando le pusieron una fecha ésta se postergó varias veces y cuando finalmente se hizo fue porque sentaron a funcionarios de tercera línea que no tenían capacidad de decidir nada. Salir a la calle es sentar al funcionario con capacidad de atender y dar una respuesta frente a la demanda social.

Segundo: cuando los manifestantes protestan no están sólo peticionando a las autoridades sino que también están interpelando al resto de la sociedad. En una democracia, mi problema también es tu problema, por la sencilla razón de que no estamos en una dictadura y tampoco en el siglo XIX, es decir, porque de lo que se trata es de debatir y decidir entre todos cómo queremos vivir.

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Cuando acotamos la democracia al sufragio electoral, nos retrotraemos más de cien años. Es cierto que el pueblo delibera y gobierna a través de sus representantes. Pero esa deliberación necesita un debate continuo, que además debe ser vigoroso, desinhibido y abierto. Los debates en cualquier parlamento necesitan la discusión callejera, las porfías en la feria, las broncas en la verdulería, las querellas en los pasillos de la facultad, en la oficina o la parada del colectivo. En otras palabras: si yo estoy desocupado o el salario no me alcanza, no es un problema mío sino también del resto de la sociedad que tiene la heladera llena.

Finalmente, otro de los clichés que seguimos escuchando por televisión y fue tomado por el Gobierno para regular la protesta es el siguiente: “Los derechos de uno terminan donde comienzan los derechos del otro”, es decir, el derecho a expresarse libremente no puede afectar el derecho a circular y trabajar. Esta frase es una máxima que nos pone en un círculo vicioso. Porque de la misma manera, la persona que protesta puede decirle a la otra persona: “Tu derecho a circular o a trabajar no me permite ejercer mi derecho a expresarme libremente”. Para salir de este callejón no hay que perder de vista que los ciudadanos no son iguales ante la ley, o en todo caso hay ciudadanos más parecidos que otros, es decir, hay personas que, por las particulares circunstancias en las que se encuentran, merecen ser sobreprotegidas, tienen más derechos o sus derechos merecen una especial atención por parte del Gobierno o los actores judiciales. Es el caso, por ejemplo, de los trabajadores desocupados o precarizados, pero también de los manifestantes solidarios con aquellos. Es decir, el punto de partida para interpretar la Constitución Nacional y hacer frente a los desarreglos que introducen los mercados en cualquier sistema capitalista no puede ser la igualdad ideal, sino la desigualdad real.

*Docente e investigador de la UNQ y la UNLP. Autor de Temor y control. Miembro de la Campaña Nacional contra la Violencia Institucional.