Con el objetivo de evitar conflictos de interés en el ejercicio de la función pública, el presidente electo, Mauricio Macri, anunció su intención de depositar su patrimonio en un fideicomiso ciego. Si esta intención auspiciosa se lleva a la práctica, constituirá un avance muy positivo en pos de la transparencia y, por ende, la calidad institucional en nuestro país.
Otros funcionarios del gobierno podrían tomar la misma decisión.
Ahora bien, hacia delante, para que esta decisión no sea vista como un acto aislado, o eventualmente como algo así como un favor del presidente electo a la ciudadanía, debería reflejarse en una política pública del Estado nacional que obligue también a otros funcionarios a seguir el mismo camino. Por ello, este anuncio es también una oportunidad para propiciar en el Congreso Nacional una reforma de la Ley de Etica Pública Nº 25.588 (dictada en 1999) que, hasta el momento, no ha sido una herramienta completamente eficaz para promover la calidad de nuestras instituciones. El Congreso Nacional podría desempolvar algunos proyectos presentados en el pasado por diferentes bloques parlamentarios.
La ley vigente tiene el objetivo fundamental de evitar los conflictos de interés entre el deber de los funcionarios de promover el interés público y sus intereses patrimoniales personales o de sus allegados. Por ello, obliga a los funcionarios a excusarse de participar en decisiones en las que pudiera presentarse un conflicto de interés –ello podría ocurrir, por ejemplo, cuando un funcionario tiene acceso a información privilegiada, que podría utilizar para acrecentar su patrimonio–. Sin embargo, la ley de 1999 no establece mecanismos preventivos específicos para evitar el conflicto. La reforma, entonces, podría seguir la legislación vigente en Chile, Canadá, Estados Unidos y el Reino Unido e incluir el mecanismo del “fideicomiso ciego” mencionado por el presidente electo.
¿Cómo funciona este mecanismo? Al asumir en su cargo, el funcionario público, “el fiduciante”, concede la administración de su patrimonio a un tercero, “el fiduciario” –la ley debería establecer quiénes podrían tener dicho rol–. La ceguera del fideicomiso obedece a que el funcionario fiduciante no podría acceder a información acerca de la administración de sus bienes y, al mismo tiempo, el fiduciario tendría prohibido revelar al fiduciante información acerca del patrimonio en fideicomiso. El incumplimiento de esta obligación conllevaría sanciones penales o
de otro tipo. El efecto deseado sería la creación de un muro que separe a los funcionarios de su patrimonio en tanto estén en funciones.
En algunas ocasiones, la ley podría exigir todavía más porque el muro no sería suficiente. Por ejemplo, si un funcionario es dueño de acciones o participa de empresas conectadas con el Estado –por ejemplo, empresas proveedoras de servicios–, para evitar el conflicto de interés la ley debería establecer una solución diferente (en algunos casos, podría obligar a vender las acciones).
Por supuesto, no deberíamos perder de vista que, por más cerca de la perfección que esté la ley, por más buenas intenciones que tenga, una vez sancionada, los órganos de control deberían cumplir con su tarea. De hecho, si bien la ley vigente crea la Comisión Nacional de Etica Pública, que debería componerse de representantes de los tres poderes del Estado, ésta todavía no ha sido constituida.
Por ello, para saldar la deuda pendiente con la transparencia de nuestra democracia, mejorar la Ley de Etica Pública y tomar en serio su implementación debería ser una propuesta prioritaria para la agenda política que viene.
*Decano ejecutivo de la Escuela de Derecho de la Universidad Torcuato Di Tella.
En Twitter, @MartinHevia