Necesitó valerse de 5.668 palabras y se explayó durante 52 minutos. Nadie se ha tomado el trabajo aún de contabilizar cuántas “cadenas” nacionales de radio y TV ha hecho Cristina Kirchner desde que asumió la presidencia en 2007, pero la de esta semana fue la consagración del empecinamiento más asombroso. Era tan evidente el divorcio entre sus ensoñaciones urbanísticas e internacionales con la realidad, que usó en nueve oportunidades el latiguillo “la verdad” durante casi una hora de perorata interminable, o sea una vez cada seis minutos, como un mantra inconsciente, destinado a querer convencer a sus víctimas encadenadas de que estaba diciendo… ¡la verdad!
Capítulo central de la filípica de Cristina fue una resolución adoptada por la Asamblea General de la ONU aprobando la creación de un marco legal para la reestructuración de las deudas soberanas, una propuesta impulsada por la Argentina y el Grupo de los 77, más China. La moción tuvo 124 votos a favor, pero 11 países votaron en contra y 41 se abstuvieron, mientras que 17 se ausentaron.
En el habitual mareo nacionalista que suele afectarlo con frecuencia, el triunfalismo oficial quiso presentar este voto esencialmente estéril en la ONU como clara victoria en su cruzada colosal contra los fondos buitre. Es que las votaciones en la Asamblea General son en gran medida un ejercicio de retórica flagrante y descarada. Los 193 países tienen cada uno un voto, pero la realidad muestra realidades diferentes. Una aproximación más verosímil a lo que representan los once países que votaron en contra revela que suman, de manera agregada, el 57% del producto bruto mundial. Si además se considera que sólo siete de los 41 países que se abstuvieron (Francia, Italia, España, Holanda, Dinamarca, Austria y Corea del Sur) explican el otro 12% de ese producto, se tiene que un 70% de la riqueza del mundo no aprobó esa iniciativa en la ONU. Son cifras gélidas que retratan una realidad inapelable; el voto fue una más de las sempiternas exhibiciones de pintoresquismo buenista tan propias de la tradición de las Naciones Unidas.
Rusia se pronunció a favor de la propuesta, mientras que EE.UU., Japón, Alemania, Reino Unido, Canadá, Israel, República Checa, Australia, Finlandia, Irlanda y Hungría lo hicieron en contra.
“¡Cómo que estamos aislados del mundo!, si desde donde está representado el mundo, que es Naciones Unidas, donde están todos los países del mundo, acabamos de ganar una posición que no es la posición argentina, es la posición de la naciones que tienen dignidad y que quieren defender los derechos de sus pueblos, no es la posición de la República Argentina. Es la posición de todos aquellos países que no quieren ser estafados” se exaltó la Presidenta. Dice, con su particular sistema de razonamiento, que el país ha “ganado” una posición. El grupo gobernante equipara la vieja noción militante de avances territoriales (frente de masas, frente sindical, frente estudiantil), con el desempeño nacional en instituciones multilaterales en las que la aritmética de las votaciones nominales es un distante y apagado eco del poder verdadero de los países que, pese a “perder” votaciones, han sido, son y seguirán siendo decisivos. También desvarió, y de manera aviesa, con los nuevos aliados de la Argentina. “También quiero agradecer (sic) el apoyo de grandes países, que también podrían haber mirado para otro lado porque son muy poderosos, podrían tener compromisos. Y no, sin embargo, han apoyado esto. ¿Por qué? Porque saben que de estas cosas depende el futuro, no de la Argentina, sino del planeta”. Jarabe edulcorado para Rusia y China, potencias beneméritas, nobles, sabias y lúcidas. Cristina y su sistema de poder han manifestado en estos años su acaramelado romance con regímenes autoritarios que patrocinan un capitalismo de estado enemigo de libertades y garantías individuales. Entre los 11 que votaron en contra y los 41 que se abstuvieron, son 52 países que respetan y consagran valores en los que la Argentina teóricamente cree y cuya vigencia dice compartir. Sin embargo, al Gobierno lo erotizan la Rusia de Vladimir Putin y la China de Xi Ping, nuevos paradigmas del populismo nacional, además de su ya reconocida veneración por Nicolás Maduro, Rafael Correa y otros socios de correrías.
Si se comparan los 52’ del maratón oratorio de Cristina, durante el cual mezcló sus berretines más diversos, con los 14’ que necesitó el presidente Barack Obama la noche del miércoles 10 para anunciar una campaña antiterrorista contra la sanguinaria banda autodenominada Estado Islámico, sobresale una primera y esencial diferencia entre una locuaz y parlanchina narcisista del micrófono y un estadista austero en su expresividad, explícito, puntual y sólido en sus razonamientos. ¿Comparar a Cristina con Obama? ¿Por qué no? Todo el contexto del mensaje de Obama, la seriedad del entorno, la precisión escalofriante de su dicción, la ausencia de comparsas carnavaleras, apuntan a darle sustancia y credibilidad a un hombre que desde la Casa Blanca emite un mensaje trascendente, dicho además con una conmovedora belleza del lenguaje. “Nuestra” Cristina, en cambio, ama las chicanas y es impotente para autocontrolarse al evocar lo que odia visceralmente.
Tras anunciar al país una torre de más de cincuenta pisos en la isla Demarchi, proyecto que, sin ninguna coherencia ideológica, pretende emular al neoyorquino Central Park, la Presidenta derrapó nuevamente en su despecho irredento respecto del periodismo: “me gustaría que (los diarios), ya que se mandaron todos los artículos diciendo que la isla Demarchi era un proyecto, ahora por lo menos… no les digo en la primera tapa (sic), pero allá, por la página 18, la 17, una fotito, una entrevista acá al señor (sic) que ganó la licitación, o la sociedad (…), una mención apenas de que terminaron las cosas y las cosas están en marcha, no nos vendría mal a todos los argentinos”. Su pelea favorita es la de las palabras, unida a sus delirios urbanísticos. Es la mujer que vuelve ahora a Roma a seguir siendo agasajada por el críptico Jorge Bergoglio.