Hace poco me pasó una situación levemente molesta. Estaba en mi casa con un amigo (un poeta cuyo nombre no viene al caso) cuando tocaron timbre. Era el correo, que traía Escombros. Apuntes sobre literatura y otros asuntos, del escritor chileno Martín Cerda, que acababa de aparecer en ese país. Mi amigo inmediatamente me lo pidió prestado y yo, que estaba por partir de viaje a México por casi un mes y no pensaba llevar libros conmigo (para tener la valija vacía y poder traerla llena de libros de allá), consentí su deseo. El volumen de Cerda, muerto en 1991, recoge más de cien artículos breves tan inteligentes como eruditos. Pues bien, mi amigo acaba de devolverme el libro (eso habla muy bien de él) pero subrayado. Sí, con unos subrayados a lápiz. El trazo es tenue y las marcas son pocas (como si no se hubiera animado a hacerlo más veces, o como si se hubiera olvidado que el libro no era suyo) pero lo suficiente como para generarme una cierta incomodidad. La relación entre un lector y sus subrayados es de una inmensa intimidad. Ver lo subrayados de otro siempre me produce un malestar, como si estuviera violando un secreto ajeno. Doblemente cuando eso se produce en un libro mío. De hecho, leí el libro de Cerda con la sensación de que ese ejemplar ya no me pertenecía, que se había vuelto propiedad de mi amigo (para Navidad pienso regalarle un portaminas con goma de borrar).
Cerda escribe mucho sobre el viajar y sobre los libros de viajes, con un tono entre melancólico y pesimista. Lo afecta la creciente homogeneización del mundo (ciudades iguales, aeropuertos iguales, hoteles iguales, atentados terroristas iguales) que conlleva un encogimiento de la experiencia de la otredad: “Hoy, en rigor, no viajamos: sólo nos transladamos”. Sobre esa extrema codificación de la vida cotidiana, poco se ha escrito mejor que los ensayos del filósofo catalán Xavier Rubert de Ventós, en especial en sus libros de fines de los 60, como El Arte ensimismado y Teoría de la sensibilidad, y de principios de los 80, como De la modernidad. El comienzo de ese libro (reeditado hace poco como Crítica de la modernidad, siempre en la editorial Península) incluye una historia singular. En un vuelo entre Nueva York y México, en la bandeja del desayuno del autor había una taza de café y un pequeño recipiente de plástico con leche. Rubert de Ventós se percata de que en nigún lugar del envase dice “leche”, sino “para su café”. El envase no señala la sustancia, sino su uso (como si además fuera su único uso: como es obvio, la leche no sólo sirve “para su café”). De allí, extrae la idea de que lo propio de la modernidad no es “atender a lo que queremos –un alimento, una persona, un país– sino directamente a lo que en ello buscamos. Acostumbrarnos a vivir en un entorno donde todo está anticipando nuestras propias reacciones. Todo nos es familiar y más que familiar: íntimo. En todas partes nos topamos y encontramos con nosotros mismos”.
Unos años antes, De Ventós había publicado Ensayos sobre el desorden, donde se ocupa del tema del turismo. Tomando como objeto a Waikiki, en Hawaii (“en Waikiki no hay hoteles o grandes almacenes, todo es un gran hotel o almacén”) de repente comienza a escribir frases anómalas que entran en contradicción con lo que venía diciendo (“y uno se da cuenta, sorprendido, de que es mucho menos monstruoso de lo que cabría esperar. Que incluso no está mal”) para terminar afirmando: “En Waikiki todo es falso, artificioso y festivalero, pero el hacinamiento de estos espectáculos ha provocado, en sus márgenes y junturas, el nacimiento de un ambiente mucho más natural y amable que el de nuestras calles”. Inesperadamente, hay allí un elogio del borde, del margen, de la periferia sobre el que vale la pena detenerse: en la vida, como en la literatura, siempre hay algo que se escapa, que no se deja atrapar, que, inesperadamente, viene a cambiarlo todo.