Hay una escena que acaso sirva para pensarlo un poco todo: la de la fiesta swinger que la otra noche, en Sierra de los Padres, de la manera más anticlimática que se pueda concebir, fue interrumpida por la abrupta llegada de las fuerzas policiales. Pienso en esa fiesta en particular, en el contexto de las tantas fiestas que hoy se producen. Porque en las fiestas swinger (no las frecuento, pero estoy al tanto) el contacto de proximidad con un no conviviente no es una derivación ocasional, sino su misma finalidad, el propósito con que se hacen. Uno va a eso: a trocar al conviviente por un no conviviente, para luego reducir a cero (de los dos metros indicados a cero) la distancia social preventiva.
Por lo demás, en las fiestas swinger la clandestinidad no es una treta a la que se deba apelar por estos días, sino un factor definitorio: esas particulares ferias del trueque se constituyen en el sigilo, el pacto de discreción, una estricta cobertura de secreto que hará posible que, en su interior, transcurra el convencional desenfreno. ¿Pandemia? Los lectores de Sade sabrán que, en veladas de esta índole, una cierta sugestión de peligro, una sugestión de muerte incluso, pueden hasta servir de estímulo. Clandestinidad, entrevero, cercanía, vocación de riesgo: ¿no viene a ser la fiesta swinger la quintaesencia de las fiestas de este tiempo?
Y entonces, pasó lo que pasó en Sierra de los Padres: cayó la cana. Sólo que al verlos entrar, uniformados y serios, la concurrencia en pleno de la bacanal de intercambios dio en pensar que en realidad eran strippers: cuerpos desnudos bajo un disfraz policial. Es sabido que ese uniforme rankea alto en el catálogo de indumentarias de ratoneo, porque no hay nada como la figuración de la ley para acicatear el goce de la transgresión.
Era verdad que, bajo los uniformes, no había sino cuerpos desnudos. Pero los policías no se hacían presentes allí para dar espectáculos de ese tenor, con revoleo de gorras, charreteras y otra vez esposas; sino para hacer cumplir la ley: impedir las negligencias que propenden a la propagación del covid. Detuvieron, labraron actas, en resumen: aguaron la fiesta. ¿Un resumen cabal de este tiempo? El Estado y la comunidad se encontraron frente a frente. Pero la comunidad no lo era del cuidado, como podrían pretender por caso Giorgio Agamben o Jean-Luc Nancy, sino más bien comunidad del contagio. Y el Estado, en su sola presencia, fue tomado de inmediato para la joda, dicho en todos los sentidos de la expresión. Más que alguna autoridad, impuso más calentura al cónclave de los calenturientos.
Tal vez la antinomia entre Estado y comunidad encuentre en todo esto un límite (un límite como antinomia); ahí donde el Estado no asegura autoridad, ahí donde la comunidad es menos una comunidad que un rejunte.