¿En qué se parecen personajes tan disímiles como el carapintada Aldo Rico, el chistoso Luis Juez, el indescriptible Julio Cobos, el ténue Felipe Solá, el otrora periodista Miguel Bonasso, el pétreo Carlos Reutemann, el muralista radical Gustavo Posse, el papelonero Aníbal Ibarra y su camaleónico cuñado de facto, Alberto Angel Fernández?
Todos fueron huyendo más o menos espantados del matrimonio Kirchner durante los últimos quince meses.
Todos lo hicieron después de haber fogoneado y/o aplaudido a rabiar durante años el “proyecto político en marcha” hasta darle la espalda, acusando a Néstor y a Cristina de autoritarios y maltratadores.
Todos han sido un poco lerdos o bastante oportunistas, ya que cuando el periodismo independiente hablaba en soledad de esos mismos autoritarismos y manoseos, se nos trataba poco menos que de leprosos, fucking derechistas o cobardes destituyentes. Ahora, sus agentes de prensa hacen cola para que los entrevisten en los programas de cable (y los traten bien, por supuesto).
Han cantado ¡bingo! en la sala: parece que hasta Luisito D’Elía, experto en “recuperar” plazas y comisarías en nombre de una revolución indetenible, será un ex kirchnerista en las próximas horas. Anda llorando por los rincones porque “Kirchner siempre llama cuando tiene problemas, pero nunca llama para armar las listas”.
No sobran principios ni convicciones. Más bien faltan espacios en las boletas electorales. El tiempo, el espacio y el dinero son bienes agotables. Finitos. Y vaya si se ha vuelto finito el límite que hoy separa el bombardeado territorio del oficialismo de los aún desdibujados islotes de la oposición. No sólo en ciertos despachos del poder se cree que escrúpulos es el nombre de una isla griega.
Lo cierto es que las deserciones del kircherismo ya deberían ser consideradas una epidemia en Fase 5, es decir casi pandémica. La gripe pingüina, multiplicada por el caldo de cultivo del cierre de las listas para las elecciones del 28 de junio, está en pleno despliegue. Y cada día son más los punteros, intendentes, gobernadores y sindicalistas que se van calzando el barbijo para evitar que el mal perjudique sus propios futuros políticos.
Néstor y Cristina arrancaron la semana gritando que, si pierden el 28-J, la estabilidad democrática se verá afectada. Sin embargo, cada hora que pasa y cada portazo que se suma sirven para demostrar que la única estabilidad en juego es, al menos por el momento, la estabilidad emocional de los propios Kirchner.
Me aseguran que el sábado 25 de abril, mientras esperaba el agónico empate de Racing frente a San Lorenzo, el marido de la Presidenta en funciones “se sintió pésimo por algo que tomó”. Parece que su colon irritable volvió a jugarle malas pasadas y que su hipotensión crónica lo puso al borde del desmayo.
Es que los días de Kirchner no son, precisamente, envidiables. Está todo el tiempo haciendo cuentas electorales. Siente que no será sencillo mantenerse en el 35% que hoy le indican sus encuestadores. Y ensaya nombres para un cambio de gabinete que, salga pato o gallareta, el Gobierno de su señora debería implementar desde el 29 de junio.
“Si gana, va a apingüinar aún más el gabinete. Si pierde... No estoy en condiciones de afirmar qué hará si pierde”, me decía el jueves pasado un kirchnerista que lo conoce muy bien y jamás se “prendería en la raspadita de los futuros ministros, porque esas cosas Néstor y Cristina no las conversan con casi nadie”.
Sería hora de decir con todas las letras que Néstor Kirchner nunca ganó una elección nacional como candidato. A la Presidencia llegó de rebote tras salir segundo con un escuálido 22,4%, y las subsiguientes pruebas en las urnas las pasó airosamente con Cristina y Daniel Scioli en los lugares más expectantes. El pico de adhesión lo logró en 2005, con el 47%, y CFK fue la presidenta electa con menos votos desde que se recuperó la democracia en 1983: el 45%.
El día que asumió Cristina, uno de los principales escuderos del matrimonio, el diputado Carlos Kunkel, planteó eufórico ante las cámaras de TVcuál debía ser el próximo objetivo: lograr el 51% en la próxima contienda, “porque este proyecto nació para ser un proyecto de mayorías”. Fue un alevoso síntoma de soberbia. Y, pasado el tiempo, un elemento para pensar en serio si a los Kirchner no les habría ido mucho mejor en su segundo mandato si, en vez de obsesionarse de ese modo expulsivo con ser más que el resto, se hubieran predispuesto a ser mejores. Es de sabios darle más importancia al oído que al pico.
El grandilocuente pero básico Kunkel creyó haber hecho mucho por ser más sumando a Rico, por ejemplo, al bando K. Tarde debió darse cuenta de que el ex teniente coronel terminó restando dos veces: cuando se alineó, y esta semana, cuando rompió filas para subirse al tren fantasma del peronismo más ortodoxo.
La gripe pingüina genera mala onda. Ceños fruncidos. Enemistades. Se transmite desde palcos donde se levanta el dedo, se endurecen los gestos y se castiga a mansalva, siempre con una nueva guerra por delante. Por eso es que la frase más ocurrente de la semana la acuñó un político de pocas ocurrencias. Dijo Mauricio Macri:
—Es cierto, si Kirchner pierde el país va a explotar... ¡de alegría!
Quién sabe cómo será la alegría macrista, si es que algún día llega. Pero con seis mayos en uso, la jarra kirchnerista aún no ha derramado felicidad. Los Kirchner deberían ver Tratame bien. Lástima que va por Canal 13, que es de Clarín.