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Flores entre las cenizas

A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, el bombardero estadounidense Enola Gay arrojó sobre Hiroshima la primera bomba atómica utilizada con fines bélicos. En la ciudad japonesa vivían 245 mil personas: 100 mil fueron asesinadas en segundos, y otras 100 mil resultaron heridas.

Tomas150
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A las ocho y cuarto de la mañana del 6 de agosto de 1945, el bombardero estadounidense Enola Gay arrojó sobre Hiroshima la primera bomba atómica utilizada con fines bélicos. En la ciudad japonesa vivían 245 mil personas: 100 mil fueron asesinadas en segundos, y otras 100 mil resultaron heridas. Ahora, después de años de estar agotado, acaba de redistribuirse en España el libro que mejor relata esa atroz experiencia, Hiroshima, del periodista John Hersey (1914-1993). A pesar de que suele repetirse hasta el cansancio que el punto de partida de la non-fiction fue el A sangre fría (1966) de Truman Capote, lo cierto es que sus orígenes pueden establecerse mucho antes (sin ir más lejos, Rodolfo Walsh había publicado en la Argentina de 1957 su obra maestra, Operación masacre) e Hiroshima es, tal vez, la referencia más clara de la salud de la que ya gozaba el género en la década del 40.

Hersey viajó a Hiroshima antes de que se cumpliera un año de la explosión, y escribió un largo artículo a través de la voz de seis sobrevivientes del bombardeo (una costurera, dos médicos, un jesuita alemán, una empleada de una fábrica y un pastor protestante) que ocupó, por primera y única vez en la historia de la revista, la edición íntegra de The New Yorker. En un estilo seco y distante que haría escuela en el periodismo estadounidense, Hersey cuenta, por ejemplo, que “casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído nada cuando cayó la bomba”, y recrea escenas en las que desfilan hombres con la cara destrozada por las quemaduras y los ojos derretidos, o mujeres que cargan en sus brazos a sus hijos muertos cuatro días atrás: “Había quienes, debido al dolor, llevaban los brazos levantados como si cargaran algo en ambas manos. Algunos iban vomitando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuerpos desnudos, las quemaduras habían trazado dibujos que parecían prendas de vestir y, sobre la piel de algunas mujeres (puesto que el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y lo conducía a la piel) se veían las formas de las flores de sus kimonos”. Su mirada no se detiene únicamente en los estragos visibles del fuego, la radiación y la onda expansiva, sino en los temibles y extraños efectos que la bomba dejaría sobre los cuerpos y, también, sobre la ciudad: “Apenas semanas después (...), cubriéndolo todo, se extendía un manto de verdor fresco (...) que crecía incluso en los cimientos de casas en ruinas. La hierba ya cubría las cenizas, y entre los huesos de la ciudad florecían flores silvestres. La bomba no sólo había dejado intactos los órganos subterráneos de las plantas; los había estimulado”.

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El último capítulo de la edición actual, “Las secuelas del desastre”, fue escrito por Hersey cuarenta años después, y actualiza lo que fue la vida de los seis sobrevivientes. Allí Hersey (como Walsh en el epílogo de Operación masacre) deja entrever una melancólica resignación acerca de la utilidad de su trabajo: si en la Argentina la Policía y las Fuerzas Armadas seguirían torturando y matando (como fue evidente veinte años después), la carrera atómica tampoco se detendría a pesar del desastre de Hiroshima. Los libros no pueden cambian la historia, parecen decirnos Walsh y Hersey. Al menos queda el consuelo de que a muchos nos ayudan a entenderla.


*Desde Barcelona.