“Paradójicamente, el más intenso y placentero período de la vida se nos oculta y escapa bajo las sombras de la memoria.”
Rodolfo Rabanal, El héroe sin nombre
Se ha puesto rojo, subidamente colorado. Su rubor sobresale bajo el pelo engominado y brillante. Despavoridos, sus ojos exhiben una vergüenza inasible. “Señorita, se hizo caca”, dicen al lado. Ella se acerca especulativamente al pupitre donde el alumno de la Escuela Normal Nº 6 Vicente López y Planes de la calle Güemes parece hundirse como si en algún momento el piso lo deglutiera.
Comienzos de los años cincuenta, primer grado inferior, Perón presidente, el niño se ha cagado y lo más grave es que al levantarse rumbo a la puerta del aula, seguido de una maestra entre disgustada y reflexiva, todos vemos el guardapolvo blanco efectivamente sucio de caca.
Hemos iniciado nuestro paso por la escuela pública y en la Argentina de aquel Perón joven, a los judíos nos tocará clase de “moral” cuando el resto reciba lecciones de religión católica. ¿Cuántos somos en el aula? No creo recordarlo, pero menos de cinco, seguro. Los diferentes, los que a cierta hora son apartados. Nos mandan al salón de actos, donde podemos mirar mapas. Ninguna clase de “moral”.
En casa, papá se esmera para que yo sepa que él es socialista y antiperonista. Lee La Prensa cada mañana y en la mesa no se habla de política. Rutina inamovible, hasta que papá murió, en 1964, y desde comienzos de los cincuenta, en ese departamento alquilado, a una cuadra del Botánico, se produce la ceremonia del almuerzo y la cena. En las dos circunstancias, la cita es inexcusable. Yo me siento frente al cuadro de Leopoldo Presas. Mamá, más cerca de la cocina. Mi hermana Alicia frente a mí, mirando el cuadro de Ginés Parra. Papá, a mi izquierda.
El “combinado” está encendido. Es un mastodonte armado en Mar del Plata por Juan Fordonski. Fordonski es un emigrado de Rusia. Diseña y arma equipos de sonido junto al mar. Años después emigra de nuevo, a Canadá, junto a mujer e hijo, deviene John Fordon y mandan fotos, sonrientes, prósperos.
En la escuela, varones y nenas estaremos juntos sólo hasta primero superior. En segundo grado, adiós educación mixta. Las niñas en el Normal 6, los varones afuera. Me mandan a la Escuela 17 del Distrito 9, la Blas Parera. Hay cacofonía: Parera y López y Planes crearon el Himno.
Ahí voy, a pocas cuadras, corazón de Palermo, calle Malabia. En Malabia hay una amueblada, entre Santa Fe y Güemes. Desde el departamento de Luis Felipe vemos entrar taxis con parejas. Misterio para nosotros: ¿qué se hace en una amueblada? La palabra amueblada, presumo, me excita. Es prostibularia, chancha, pero entiendo poco lo que significa.
Se ha cagado el niño en su guardapolvo blanco. Blanco es todo, el proyecto, el delantal, las medias, las zapatillas.
Benjamín es el peluquero de papá. Le corta el pelo en casa. Oscar es el amigo malicioso y divertido de mi papá. Es pelirrojo y siempre hace chistes. Los relata muerto de risa y son de una procacidad escandalosa. Me cuenta que una vez en la casa de un amigo estaban por tomar el café con leche y que en cierto momento su amigo fue a la cocina, y entonces él se la sacó y la usó como cucharita para revolver el café con leche de la taza. Dice eso y se expande en estallido de risa. Yo me río pero me pongo serio, no sé qué hacer. De pronto, me dice mostrame la palma de tus manos. Tendré diez, once años, y se las muestro. Está bien, sentencia, no tenés pelos, pero si te la tocás mucho, te crecen pelos.
En el edificio de la calle Acevedo la leche la trae el lechero, el pan el panadero y la soda el sodero. No existe el portero eléctrico. El sodero trae sifones. El panadero trae vigilantes, pan de leche y palmeritas, además de medialunas. El lechero vierte la leche de un gran tarro a un cacharro doméstico. Me siento a tomarla ante una mesada de mármol. Cuando no hay factura, como pan con manteca y dulce de leche. Y siempre tomo un vaso de soda de sifón, mientras meriendo y leo “mexicanas”, las revistas de cómics. Las devoro. Hopalong Cassidy y Roy Rogers, recuerdo. Arriba de la mesada está la radio eléctrica desde la que suenan las aventuras transmitidas por Radio Splendid, empezando por Tarzán, rey de la selva.
En la Blas Parera ya hablamos de fútbol. Soy el único de Racing, pero los de Boca y River no son más importantes que yo. Creemos que el maestro de 5º grado sale con la de 2º grado. Ella tiene nariz grande y ojos febriles, y yo le miro su semiabotonado delantal de maestra y sobre todo las piernas, especialmente las rodillas. Algo sucede entre ellos, creo pensar.
Ceremonias solemnes en salón de actos, blan-cá-en-el-cielo-un-á-gui-la-gue-rré-ra, gló-ria-y-lo-ór, hón-ra-sin-par, gráaan-dé-en-tré-los-grán-dés, pa-dré-del-áu-la-, Sár-miénto-in-mor-tál.
La Chiche coge con Tito. Me dan la noticia. No sé qué es, pero el sexo ya me perturba y asombra. Además, ¿sabés que Tito coge con Betty, tu mucama?, me notifican. Furia y dolor. Tendré doce, trece años, y no puedo admitir tanta exclusión y soledad. ¿Por qué no conmigo? Tito vive en el edificio de al lado, su papá es taxista.
A los seis años conozco a Racing. Me lleva papá a Avellaneda. El me habla de ídolos de su infancia, Paternóster, Perinetti, Ohaco, Ochoa, la “bordadora” Vicente Zito, Del Giúdice, el Chueco García, Scopelli, el paraguayo Benítez Cáceres, Salomón.
Ahora me enseña los que están en la cancha delante de mí: Rodríguez, García, García Pérez, Rastelli, Gutiérrez, Salvini, Méndez, Bravo, Simes, Sued, Stábile, Cupo, Ameal, Blanco, Gagliardo, Boyé. Entonces, junto figuritas. Me las compran en un quiosco de a la vuelta.
No hay muchos quioscos en el barrio, uno cada dos o tres cuadras. Venden galletitas Rhodesia, bloquecitos Suchard, Bananitas Dolca. Amo esos quioscos. Cuando me llevan a comprar, es una fiesta. Los miro desde abajo, mientras el quiosquero ofrece sus alhajas. Me compraría todo. Cuando sea grande quiero tener todo lo que hay en el quiosco.
Las figuritas son Cola y Starosta. Vienen cinco por sobre y se coleccionan en un álbum. Las junto y armo equipos de jugadores en la alfombra del comedor. Con una ficha grande aprieto otra más chica que es la pelota, y así meto los goles en unos arcos marcados con otras fichas, que son de plástico y las saco de una caja de madera donde mis padres guardan los juegos. Grito goles, transmito partidos, imito a Fioravanti. Tengo fervor futbolístico.
Venimos caminando del colegio y nos desparramamos hacia nuestras casas, pero hay deberes por la tarde y cada vez más tendemos a juntarnos todos los días. Ahí estamos Mario, Hernán, Gustavo, Néstor y yo, enfáticos, desiguales, a los gritos, pegoteados, envueltos en nuestro candoroso crecimiento.
En el cumpleaños número 10 mis padres me hacen gran fiesta. Torta de El Molino (gran barco de cucurucho), película y mago. A las dos semanas de la celebración hay revolución, tiros, bombardeos. En la mesa escucho palabras que no conozco: agio, especulación, pan negro.
Cuando tres meses después voltean a Perón, ya escucho radio solo y sintonizo transmisiones rebeldes. Sin que nadie sepa cómo y por qué, escribo a mano un diario periodístico en un anotador Avon, comentando las acciones de los bandos y en mi cabeza repican sonoramente las identificaciones de “¡Aquí, Puerto Belgrano!” o “¡Transmite La Voz de la Libertad!”.
Se me van los diez años, amenaza la adolescencia, la Argentina cambia, ya sin Perón, y mi viejo me lleva a Plaza de Mayo el día que jura Lonardi. La gente grita con euforia: “No venimos por decreto y nos pagamos el boleto”, pero en el viaje al Centro, tomado de la mano de papá, veo rostros lúgubres mechando miradas luminosas. Ese tiempo se me va.