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ESCENARIO

Fragilidad y reformas

La mala praxis de siempre explica carencias políticas y sociales de hoy. Jubilados víctimas y alerta para Macri.

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Los caminos de Macri Presidente Macri | DIBUJO: PABLO TEMES
Esa familiar sensación de déjà vu. Tal vez cambian el escenario, los actores o la trama, pero el trasfondo no se modifica: un sistema político que funciona mal desde hace mucha décadas, que nunca funcionó del todo bien, pero que entró en un proceso irregular y complejo desde el golpe de 1930 y del que todavía no puede salir. Porque podemos quedarnos con la foto de los incidentes afuera del Congreso (y el bochornoso escándalo dentro del recinto). Pero la realidad es que la misma causa explica la reciente tragedia del ARA San Juan, la de Once, los 9 mil muertos por año en accidentes de tránsito, la perenne inflación, su contracara en términos de pobreza y marginalidad, el avance del narcotráfico y la sorprendente persistencia de tantos problemas que se acumulan, se profundizan, en vez de resolverse. Se trata de cuestiones que parecen muy distintas y que, sin embargo, tienen la misma raíz: un acervo institucional raquítico. La clave reside en las (pocas, malas, invisibles, ignoradas) reglas del juego, que encima se aplican de manera espasmódica y/o discrecional.

Fallan constantemente los dos principales mecanismos para fragmentar, distribuir y administrar el poder (la democracia y el aparato del Estado) y también el único que genera riqueza (el mercado). Tenemos partidos políticos débiles, imposibilidad estructural para conseguir consensos, ausencia de políticas de Estado para guiar las decisiones de corto plazo, desconfianza en la clase dirigente (y entre sus miembros, incluso dentro de los espacios políticos) y, consecuencia de todo lo anterior, una dinámica de conflictos permanentes que eternizan nuestra fragilidad institucional. 

El Estado es incapaz de brindar los bienes públicos esenciales: seguridad, Justicia, educación, salud, infraestructura y cuidado del medio ambiente. Todos los temas de nuestra agenda derivan y remiten a la incapacidad del Estado. Curiosamente, se trata del aparato estatal más grande y más caro de la historia argentina. Y paradójicamente, o no, nunca funcionó tan mal. Es que el Estado siempre fue capturado por minorías para asegurar privilegios, hacer negocios, imponer ideas o concepciones culturales, garantizar el predominio de determinadas minorías. Esto se hizo en nombre de los pretextos más dispares e imaginativos: la patria, el progreso, Dios, la seguridad nacional, la Argentina potencia, la democracia, la globalización, la liberación, la lucha contra los medios concentrados o contra la pobreza. Pero en rigor de verdad, la gestión del Estado, la administración pública, siempre ha sido desplazada a un segundo o tercer plano. Improvisamos, atamos con alambre, ignoramos problemas, pateamos para adelante, tomamos atajos, emitimos dinero y/o deuda, hacemos todo menos debatir en serio soluciones de fondo como gente adulta y responsable.

El episodio puntual de la votación de la ley de reforma previsional alcanzó ribetes singularmente patéticos. Argentina sufre una crisis fiscal estructural desde siempre: gasta siempre más de lo que recauda, aunque la presión tributaria haya aumentado notablemente en los últimos quince años. El gasto público se financia con impuestos, endeudamiento o emisión de moneda (es decir, inflación). La opción a esto es ahorrar. Pero históricamente todos los Estados, no sólo el nuestro, tienen dificultades para reducir sus atribuciones y tamaño. Esto ocurre pues detrás de cada centavo de gasto público hay un actor económico, político o social que se beneficia de esos recursos: empleados y proveedores del Estado, productores o consumidores que reciben subsidios, universidades y hospitales que deben brindar servicios, grupos piqueteros que reciben planes sociales, etc. Estos grupos diseñan estrategias para resistir el achicamiento del gasto: cuánto más pequeños son, menos dificultades tienen para organizarse y lograr su objetivo. Esto explica por qué, por lo general, las víctimas naturales de los esfuerzos de ahorro fiscal sean los jubilados. Como explicó Mancur Olson en su libro La lógica de la acción colectiva, un grupo tan numeroso tiene enormes costos para organizar estrategias efectivas que bloqueen los intentos de afectar sus ingresos. Tal vez en el futuro, la tecnología contribuya a solucionar este problema y los jubilados coordinen por redes sociales acciones efectivas que les impidan ser el pato de la boda. Pero hasta que eso ocurra serán el blanco menos costoso, al menos en el corto plazo. Todos los gobiernos se han aprovechado de eso.

Los abuelos de la nada. Claro que Cambiemos había encontrado en los jubilados uno de los grupos más afines a su oferta electoral. ¿Lo seguirán siendo luego de este episodio? Si el Gobierno dice la verdad y el año que viene no hay una caída en el ingreso en términos reales, este traspié no debería tener efectos colaterales negativos. De lo contrario, las consecuencias pueden ser muy costosas: proyectando los resultados de octubre pasado, Macri hubiera ganado en primera vuelta. Manteniendo constantes otros factores, ¿podrá retener el apoyo de “los abuelos”?

Más allá de eso, es evidente que hasta ahora el oficialismo había postergado medidas que implicaran costos políticos relevantes. Así navegó los primeros dos años de gestión. El buen desempeño en las elecciones de mitad de mandato le dio el ímpetu necesario para avanzar en la agenda de reformas, aunque se trata de un programa tímidamente gradualista. Pregunta del millón: teniendo en cuenta que en apenas un mes Macri cayó más de diez puntos (de acuerdo a un estudio reciente que realicé con D’Alessio Irol), ¿hasta cuándo durará el ímpetu reformador? ¿Cuándo se dispararán las alarmas que pueden atenuar aún más las metas de las reformas, sobre todo en cuanto a la reducción del déficit fiscal?

El Gobierno confía en que, como vimos esta semana, las fuerzas de oposición seguirán siendo incapaces de aprovechar los errores no forzados (tanto en la estrategia como, sobre todo, en la comunicación de política pública). Pero es pueril suponer que estos acontecimientos no implicarán un desgaste en la coalición oficialista. Que, recordemos, puso toda la carne en el asador para asegurarse una votación exitosa (incluyendo la presencia en el Congreso de las principales espadas políticas y de gestión del Presidente). Lograron su objetivo por una diferencia muy acotada. Es cierto que una derrota hubiese significado un fracaso aún peor de lo que fue la Ley Mucci para Alfonsín. Pero jugarse tanto para conseguir tan poco (la reforma previsional de ningún modo resuelve el déficit crónico que tiene el sistema) representa un antecedente por lo menos preocupante.

La canción es siempre la misma: con instituciones raquíticas no se puede gobernar bien. A veces, ni siquiera mal. Y mientras sigamos postergando los debates de fondo, seguiremos atendiendo las consecuencias en vez de focalizar en las causas de los problemas.