El papa anuncia al mundo la venta de todos los bienes materiales de la Iglesia para paliar el hambre en el planeta. Eso sucede en Las sandalias del pescador, la novela que fue llevada al cine con éxito mundial y estrenada en Buenos Aires justo cuando Jorge Bergoglio fue ordenado sacerdote, a fines de 1969. Difícil imaginar que quien comenzaba su carrera eclesiástica no haya visto esa película y que no se haya sentido interpelado por ese mensaje. También es difícil no asociar aquello con su elección del nombre Francisco para ser papa y con el énfasis en la austeridad para los primeros gestos de su papado.
Al correrse las cortinas del balcón principal del Vaticano y aparecer Bergoglio convertido en papa, además de tener el ejemplo máximo de cómo la investidura cambia a las personas, se produjo un efecto geopolítico quizá comparable –en dimensión, aunque no en sentido ni en perdurabilidad– a cuando se anunció que la Argentina entraba en guerra con Inglaterra por la recuperación de las islas Malvinas. Otra vez en el centro de la escena mundial.
Aunque su nombre se convierta inmediatamente en marca país para la Argentina, las comparaciones con Messi o Máxima no tienen puntos de contacto más que superficiales, porque el Papa es un dirigente político de influencia comparable con la de los presidentes de los países con veto en el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, sumando la ventaja de ser vitalicio, mientras que los restantes líderes mundiales tienen que ser votados cada cuatro o cinco años.
No hace falta ser creyente para sentirse conmovido por la tremenda influencia que tiene la elección de un papa argentino en el presente y el futuro inmediato de un país como el nuestro, que padece falta de reglas, de partidos políticos fuertes y de instituciones respetadas.
Es comprensible la perplejidad en la que quedó el ala más ideologizada del kirchnerismo con la noticia: por primera vez no sintonizaban con el sentimiento de la mayoría del pueblo. La Iglesia no es una sola pero ha estado predominantemente conducida, tanto a nivel mundial como nacional, por estructuras que rechazan los cambios abruptos. Verbitsky terminó su primera columna sobre el papa argentino diciendo que vendrá a “predicar mansedumbre a los explotados”.
A sus ojos, es peor que monseñor Héctor Aguer, el conservador obispo de La Plata, porque Bergoglio para colmo se “disfraza” de progresista. En sus términos, es un “conservador populista”. Alguien que no pondría en venta las joyas del Vaticano para paliar el hambre del mundo pero realizaría acciones que aumentarían la simpatía de las masas con la Iglesia, lo que en su mirada podría ser contraproducente para el progreso de la humanidad.
La incomodidad del ala más radicalizada del kirchnerismo con la elección de Bergoglio tiene comparación con quienes, oponiéndose a la dictadura, se alegraban con la recuperación de las islas Malvinas. Una de las fotos que ilustran esta columna es la de Néstor Kirchner en 1982 transmitiendo su apoyo al responsable militar de Río Gallegos ante la recuperación de las Malvinas.
Sólo deja ambivalencia y sentimientos encontrados para el kirchnerismo. Es que Bergoglio papa podría ser un organizador de la vida política, incluso sin necesidad de su intervención directa. Recuerdan que el hoy papa fue el instalador de la palabra de época de la oposición: “crispación”.
Cuando se cumplieron 25 años de la caída del Muro de Berlín, entrevisté a Lech Walesa. Este fue su relato: “Los polacos no aceptábamos el sistema comunista y nos rebelamos primero en 1956 y luego en 1970. Del comunismo, a los escritores les molestaba la censura, a los profesionales sus pocas posibilidades de desarrollo y a los trabajadores el bajo salario que cobrábamos. Yo tuve a cargo la huelga de 1970, que perdimos. Los siguientes diez años, tanto en la fábrica como cuando me echaron o en la cárcel, me preguntaba qué había hecho mal. Entonces, sucedió algo inesperado: un polaco es elegido papa. ¡Imagine lo que significaba para este país! Y cuando vino a visitar Polonia, centenas de miles de personas salieron a las calles. Hasta los dirigentes comunistas, que se arrodillaban ante el papa; muchos se habían olvidado de cómo hacer la señal de la cruz, pero se la hacían. El papa fue un regalo de Dios, nos hizo recuperar la confianza en los valores básicos, como el poder de la verdad. Yo llevaba veinte años de activismo y tenía cuarenta colaboradores, después tuve cuarenta mil. Al año siguiente de la visita del papa llegamos a diez millones de afiliados sobre 12 millones de trabajadores. El papa despertó a Polonia y nosotros lo aprovechamos”.
Aquí, ¿lo aprovecharán?