No creo decir nada nuevo si afirmo que la religión –o quizá mejor, la religiosidad– es uno de los componentes más esenciales a la vez que misteriosos de la existencia humana. Ninguna cultura habida hasta ahora se edificó sin ella, por más amplia que sea la gama de las creencias y la evolución que hayan sufrido en el tiempo. Incluso la decadencia de una religión particular es tan determinante como su apogeo, aunque sus efectos sean –claro está– disímiles. Lejos han quedado las épocas en que un simplista racionalismo ilustrado suponía que el progreso del conocimiento científico erradicaría para siempre toda inquietud religiosa, fruto de la ignorancia y la superstición. ¿Tan lejos, en verdad?
Todavía hoy, la existencia del hombre occidental está determinada por el cristianismo. De cabo a rabo. Sus creencias, sus valores, en fin, su modo de llevar la vida, son de procedencia cristiana aun cuando se declare agnóstico o ateo y se aferre desesperadamente a su estancia en esta tierra. Aun cuando, como proclamó Kierkegaard hace poco menos de dos siglos, ya no exista un solo cristiano en el sentido cabal del término, sino una hipócrita “cristiandad”. Y si es verdadera la palabra de Nietzsche acerca de la muerte del Dios cristiano, entonces es su cadáver el que impera sobre nosotros. Escribir la historia de la civilización occidental es escribir la historia del cristianismo.
Lo dicho acerca del carácter determinante de la religión es especialmente cierto en el caso de Iberoamérica, arrabal de Occidente que le pertenece de manera ambigua. El peculiar mestizaje cultural que la singulariza –también manifiesto en la religión–, lejos de debilitar la religiosidad de sus pueblos, la ha enriquecido y potenciado. No importa cuántos elementos paganos alienten en ella; el catolicismo, con su enorme capacidad de adaptación, domina el conjunto, dando lugar a un vigoroso sincretismo.
Era imposible que semejante impronta vital no se desplazara hacia la política y no se hiciera sentir en ella. Los movimientos políticos más genuinamente iberoamericanos –denominados torpemente “populismos” por un saber académico siempre a contramano del sentir popular– son inexplicables sin atender al ingrediente religioso. Pensemos por un momento en el primer peronismo, el más auténtico, el de Perón y Evita. ¿Es posible descontar el factor religioso? ¿Es posible comprender la devoción popular hacia sus líderes con categorías extraídas exclusivamente de las autodenominadas “ciencias sociales” al uso? Evita, santa. La mentalidad popular necesita intermediarios –santos, mártires, ascetas–, de lo contrario Dios permanece demasiado lejano, demasiado abstracto; eso queda para filósofos y teólogos.
Pero acerquémonos al presente: ¿se puede comprender el chavismo obviando la religiosidad popular? ¿La emoción del presidente ecuatoriano Correa –reflejo de su pueblo– ante la designación de Jorge Bergoglio como papa? ¿La alegría, la satisfacción y el orgullo de la inmensa mayoría del pueblo argentino ni bien se difundió la noticia?
Entre nosotros, Francisco desnudó una de las tantas líneas de ruptura que atraviesan la alianza gobernante, correlativa a la tendencia bifronte de Cristina Fernández: mitad peronista, mitad “progresista”. El grueso de la masa peronista vivió con júbilo la designación de Bergoglio. En cambio, algunos intelectuales, periodistas y recién llegados que participan del Gobierno o lo acompañan no ocultaron su irritación. De ahí las invectivas de un Horacio González o un Víctor Hugo Morales, pongamos por caso. Es que provienen de una tradición laica, rabiosamente anticlerical y antimilitarista, supuesta vanguardia ilustrada cuyo anhelo no es otro que “civilizar” de una buena vez a la masa “bárbara” e ignara.
Así las cosas, jamás comprenderán el peronismo ni los restantes movimientos populares iberoamericanos. Claro que tampoco lo pretenden. Son reformadores. Moralistas al acecho de atavismos irracionales. Allá ellos. Sea como fuere, deberán contar de ahora en adelante con la existencia de Francisco.
*Filósofo.