En la década del 90 yo frecuentaba la galería Belleza y Felicidad (ByF). No pertenecía a su círculo íntimo, no obstante iba seguido y hasta llegué a escribir en su revista. Eran los años del menem-delarruismo, la ciudad se me hacía asfixiante, y ByF tenía mucho de aire fresco. Era una galería fuera del circuito oficial, proponía un tipo de intervención cultural irónica, defendía un tipo de literatura que ponía en cuestión la idea de calidad literaria; esa expresión del gusto medio del escritor progresista. Había mucho de sorna al lugar común del mundo intelectual. Me gustaba la irreverencia de Fernanda Laguna y Cecilia Pavón, sus dueñas, e incluso a Pavón, por debajo de su falsa ingenuidad, la consideraba una intelectual en el sentido fuerte del término (como quedó demostrado con los años, gracias a sus excelentes traducciones, sus intervenciones críticas y su inserción editorial).
A veces, algunos amigos me tomaban el pelo. Algunos de mis amigos: intelectuales de izquierda, feministas radicales, profesores universitarios críticos. ByF les parecía frívolo, despolitizado, light. Con el paso del tiempo, me fui alejando de ByF. Efectivamente, empecé a pensar yo también que el lugar se entregaba demasiado dócilmente a las leyes del mercado (da igual ser una estrella del star-system que una del underground; lo que hay que poner en cuestión es la propia idea de estrellato); que ByF no tenía una mirada realmente crítica, no expresaba un malestar profundo frente al estado de las cosas. Y, curiosamente, a medida que yo me alejaba, la galería se empezó a rodear de… ¡intelectuales de izquierda, feministas radicales y profesores universitarios críticos! (eso terminó de hundirla por completo).
Tiempo después, llegaron los cacerolazos, las asambleas barriales, la movilización total de la clase media porteña. Un grupo de mis amigos apoyó y se entusiasmó con el batifondo popular. Angustiados, igual que yo, ante el orden social instaurado por el eje Martínez de Hoz-Cavallo, apoyaban cualquier movimiento que pusiera en cuestión el inmovilismo en que se encontraba la sociedad. Otro grupo, que me incluía, percibía los hechos de otra forma. Finalmente, la clase media (bajo el eslogan insulso del “¡Que se vayan todos!”) estaba defendiendo el estertor del uno a uno, ese salvavidas de plomo. El cacerolazo, pensaba yo entonces, para tener sentido debía ser la mecha que abriera la discusión sobre muchas otras cosas: la despenalización del aborto, otros modos de representación popular (más democracia directa), la distribución del ingreso, e incluso sobre la crisis de legitimidad de los grandes medios de comunicación. Como se sabe, nada de eso ocurrió, y la protesta de la clase media terminó deshilachándose en un oficialismo bastante cercano a la frivolidad y al conformismo (vale aclarar que la historia de esos días incluye también, y sobre todo, a los piqueteros, pero ésa es otra historia).
Pensaba en todo esto mientras leía un libro conmovedor: La huida del tiempo, los diarios de Hugo Ball, publicado por la editorial El Acantilado. Ball fue el fundador del Cabaret Voltaire, el lugar donde se creó el dadaísmo, en la neutral Zurich en 1916, en plena Primera Guerra Mundial. La Primera Guerra inventó el bombardeo de poblaciones civiles y el uso de armas químicas; es decir, cambió al mundo. Pero el dadaísmo, de manera opuesta, también. Sin embargo, en su época, el dadaísmo muchas veces fue acusado de festivo, irreverente, frívolo, despolitizado, irracional (ni falta hace rebatir lo absurdo de esos comentarios). Pero si se leen los diarios de Ball, lo único que se encuentra es dolor, desgarramiento y una terrible amargura frente al mundo. Ni una pizca de frivolidad, de alegría, de entusiasmo, de sentido del humor. Sólo una erudita lectura de la tradición del romanticismo alemán, y de la decadencia terminal de esa tradición, que el propio dadaísmo encarnaba. Una lucidez aterradora. ¿Y si entre la frivolidad y la lucidez hubiera más puntos de contacto de los que creemos?