COLUMNISTAS
veranos II

Fuga de Flowers

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Los relatos apocalípticos me inspiran desconfianza. Las grandes murallas que caen a trompetazos, la implosión de retorcidas torres plurilingües, el volcán que devora San Francisco, el Coloso de Rodas en picada son todos momentos privilegiados de un final. La forma específica no importa tanto; lo que acorrala la razón e imanta el ojo es la gráfica de una idea informe que está impregnada en nuestro cerebro judeocristiano. Pienso que estos relatos responden a una funcionalidad secundaria, un efecto colateral que beneficia a alguien, a algo. La expresión icónica de nuestros temores tiene algo de propaganda, de advertencia: vivid bajo la Ley, porque si no esto es lo que os espera.

El problema es que esa Ley ya no existe.

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Hace dos noches, Flores era un remedo realista del clásico de John Carpenter de 1981 que se llamaba Fuga de New York, o algo así, traducido y emblemático, en el que un tipo con parche en el ojo escapaba de la ciudad convertida en pesadilla. En Neuquén y Artigas hay barricadas de heladeras inservibles, en la oscuridad se ven subir humos de bolsas de basura y pincho una cubierta con una botella rota. El reventón se escucha entre la niebla de nylon y fosfatos. ¿Qué haría el tipo con el parche en el ojo? Sigo andando. Huyo. Total, el daño ya está hecho. En Caracas y Gaona hallo un santuario, una Shell con grupo electrógeno propio o bula papal que le permite cierta actividad. Llamo al seguro y un disco grabado me avisa que “dadas las circunstancias que son de público conocimiento, la demora será de 150 minutos”. ¿Cuál es el público conocimiento? ¿Todos menos yo sabían que esto era el fin? Es la una de la mañana, serán más de las tres cuando me rescaten. Alrededor es todo tierra zombie. Qué raro. Porque de día era un barrio donde vivía gente. Pero la pérdida de dignidad hace de la gente zombies. Hace publicidad. El que tiene luz no lo comprende. Y cuando le ocurre es tarde: ya es zombie y está poniendo botellas rotas en Artigas para destruir al enemigo.

Hoy busco repuesto para mi rueda. No hay importación. Michelin está haciendo balance y no va a entregar gomas a nadie. Claro, si los zombies las queman en las esquinas… Pregunto si perderé la garantía del auto al poner una goma de otra marca. El teléfono colapsa. Mi agencia se ha zombificado. Intento varias veces, pero las líneas de la ciudad están mezcladas para siempre. Entel ha caído también en hora zombie. Esto es el fin. Pongo una rueda cualquiera en una gomería con luz. Me dicen que no me caliente, que sin importación las garantías tendrán que hacer la vista gorda, como el del parche en el ojo.

No fue el fin del mundo. He salido ileso de Flores. Oh, esperen. Empieza a llover. Ahora sí, ahora puede ser el fin. Pienso en César Aira, que vive allí, fugado de Pringles. ¿Cuánto tiempo tardará en querer volver a su ciudad del sur, punto de partida y de llegada de toda su literatura? Pienso en La cena, en esa Pringles también zombificada, y decido que –como siempre– Aira se adelantó a todo.