Seis días atrás se cumplió un año de la columna que este ombudsman dedicó a algunas definiciones de Gabriel García Márquez acerca del entretejido que hace a una buena entrevista. El escritor (¿más periodista que escritor o más escritor que periodista?) tenía fobia a los entrevistadores contemporáneos y lo decía: el género, definía, “abandonó hace mucho tiempo los predios rigurosos del periodismo para internarse con patente de corso en los manglares de la ficción”. Y había ido más allá: “Lo malo es que la mayoría de los entrevistados lo ignoran, y muchos entrevistados cándidos todavía no lo saben”. Sus ácidos comentarios –y otros, en diversas ocasiones– son extensivos al conjunto de este oficio.
García Márquez abominaba de las nuevas tecnologías, a las que adjudicaba poco menos que una demoníaca presencia destructora del buen ejercicio de esta profesión: “Los periodistas se han extraviado en el laberinto de una tecnología disparada sin control hacia el futuro”, proclamaba. Y abogaba por una rehumanización de los textos periodísticos y el cuidadoso rescate de los detalles que hacen más carnal la relación entre el objeto o sujeto de la noticia, su correa de transmisión (el periodista) y el lector, oyente, televidente y ahora consumidor de internet.
No adhería, García Márquez, a esa definición pergeñada por un editor argentino (“no dejes que la verdad te arruine una buena historia”, o algo así), aunque su postura tenía cierta pícara trampa. En un libro del periodista español Alex Grijemo, García Márquez enfatizaba que el periodista debe apegarse a la verdad y no puede caer en la tentación de mentir. Agregaba: “En el oficio de reportero se puede decir lo que se quiera, con dos condiciones: que se haga de forma creíble y que el periodista sepa en su conciencia que lo que escribe es verdad”. Hay un elemento curioso en esta tajante definición porque él no siguió estas premisas de manera, digamos, rigurosa: en sus primeras notas, compiladas en Crónicas y reportajes (conservo un ejemplar de la editorial colombiana La Oveja Negra, de páginas amarillas por el tiempo), García Márquez evidenciaba cierta tendencia a entretejer realidad (o la realidad que él creía ver) y ficción en relatos apabullantes. Se recuerda –y él nunca lo desmintió– una famosa crónica que escribió para El Espectador de Bogotá, relatando una pueblada en una ciudad del interior colombiano con detalles asombrosos de hechos que no habían ocurrido.
En definitiva, una suerte de pecado de juventud en el que seguramente hemos incurrido la mayoría de los periodistas, aportando a nuestras crónicas, relatos y algunas veces entrevistas ciertos elementos verosímiles pero no tangibles. Realismo mágico, bah.
Es preferible no quedarse con ese Gabo periodista joven del ’54 y su crónica desde Quibdó, o aquel de tiempo antes que desató su imaginación para relatar las deliciosas e inciertas intimidades de las esposas de Churchill, Stalin y Roosevelt cuando éstos decidían en Yalta el futuro del mundo, a poco de terminada la Segunda Guerra Mundial. Es más nutritivo para este oficio y para quienes lo ejercemos (en particular aquellos que son recién venidos, casi vírgenes de malformaciones profesionales) el García Márquez que diera una lección de ética y estética con su célebre discurso “El mejor oficio del mundo”, que detonó como un explosivo de alta expansión en todas las redacciones de este lugar del planeta. “La ética –disparó entonces– no es una condición ocasional, sino que debe acompañar siempre al periodismo como el zumbido al moscardón”. Dicho de otro modo: la verdad es verdad y la mentira no lo es. Los disfraces para ocultar la verdad, los atajos para evitarla, los artificios y oropeles que la transforman en lo que algunos quisieran que pasara, no sirven al buen periodista.
“El periodismo es una pasión insaciable que sólo puede digerirse y humanizarse por su confrontación descarnada con la realidad”, dijo el hombre que deja a este oficio, como herencia, la fundación que lleva su nombre para la búsqueda de un nuevo periodismo. Pero no resulta la única herencia: es mucho más lo que ha entregado y que no pierde vigencia, aunque el vértigo de los nuevos tiempos arrastre a muchos trabajadores de este oficio por senderos equivocados o los sumerja en las turbias aguas de la duda sobre el para qué ejercer la profesión.
En este sentido, García Márquez, su praxis, permite entender que los avatares negativos de la práctica periodística –incluyendo guerritas mediáticas que no benefician a quienes ponemos el músculo ni a los destinatarios de nuestra tarea, brechas políticas que suelen arrastrarnos a posiciones extremas no queridas, imposiciones editoriales que podemos y debemos rechazar si nos parecen inaceptables– son demasiado pequeños, micrométricos, cuando los comparamos con la formidable potencia que alimenta este oficio que García Márquez hizo mejor.