En los inicios de la consolidación de la crisis cambiaria, financiera y económica, hace cincuenta días el Presidente habilitó restaurar un ámbito de discusión política interno que él mismo y su jefe de Gabinete habían vaciado de peso.
Se la llamó “mesa chica” y en torno a ella empezaron a sentarse el propio Marcos Peña, María Eugenia Vidal, Horacio Rodríguez Larreta, Rogelio Frigerio, Emilio Monzó y, cada tanto, el radical Ernesto Sanz o algún correligionario gobernador. En algunas recientes, como la de ayer, se sumó Nicolás Dujovne. Y debajo de la mesa (porque está aunque nadie lo vea) reapareció otro repatriado, Nicolás Caputo, empresario y hermano del alma de Macri.
A ese espacio se llegó más por necesidad que por convencimiento. La turbulencia empezaba a adquirir ribetes de vendaval y el Gobierno ya daba señales de hacer agua en la reacción. Expuso además el fracaso del sistema de decisión concentrado en Peña y sus dos vicejefes coordinadores, Quintana y Lopetegui.
Del nuevo mobiliario político el macrismo parió cambios en distintas posiciones de la ya menos atomizada conducción económica. No fue sin dolor, ya que el Presidente resistió todo lo que pudo las salidas de Sturzenegger, Cabrera y Aranguren.
Esta renovación ocurrió hace veinte días. Desde entonces, PERFIL viene contando que se fueron abriendo diferencias entre algunos miembros claves de la mesa. Peña (apoyado por Macri) se resiste a profundizar los cambios en la gestión, tanto de personas como de sistemas de decisión, que es lo que proponen Vidal y Larreta, quienes ya palpan en sus distritos cómo el frío económico calienta el clima social. La gobernadora está cada vez más preocupada.
Vetada la agudización de la renovación interna, la misión de la mesa es convencer al peronismo de que acompañe el ajuste. El objetivo no solo resulta arduo: tampoco disimula la creciente tensión en el corazón del poder macrista. Acaso una señal de que tal vez lo peor de la crisis aún no pasó.