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estallido en kiev

Groserías y líneas rojas

Todos mueven sus fichas en el delicado ajedrez ucraniano. El activismo de los Estados Unidos, los intereses de Rusia y la presión de la Unión Europea. El nuevo Muro de la vieja Guerra Fría. La obsesión de un pasado que regresa.

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El uso extendido del término fuck! (‘¡demonios!’, por ahora) entre los norteamericanos no parece eximir a Victoria Nuland. secretaria de Estado adjunta de los Estados Unidos, de la conveniencia de evitar su empleo en las conversaciones telefónicas oficiales. Sobre todo cuando el diálogo es con Geoffrey Pyatt, su embajador en Kiev, Ucrania. La señora que emitió la exhortación a copular en modo imperativo a la Unión Europea: “fuck the UE!” (“¡jodan a la Unión Europea!”, ¿somos adultos o no?) es la mujer de Robert Kagan, líder de un poderoso cabildo neoconservador de Washington y ex asesor principal de Dick Cheney, el recordado secretario de Defensa de George W. Bush.

Discutir si fueron o no los servicios rusos quienes filtraron la conversación a una red social es desviar el foco de lo que realmente importa sobre Ucrania: la posición de los Estados Unidos; la de la Unión Europea; la de Alemania, potencia rectora de esa asociación política; y la de Rusia.
Que la Casa Blanca muestre enojo por una escucha telefónica indiscreta es señal de arrogante autoestima de una potencia cuya agencia nacional de seguridad (NSA) efectúa diariamente acciones de masiva violación de la privacidad, a escala planetaria. Por hablar de alguien en boga comunicacional: es como si Pablo Escobar Gaviria se irritara por los decibeles de un proyectil de AKM 5.56.

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Ucrania, epicentro de violencia y división, es un territorio poblado por dos principales minorías que profesan dos variantes del cristianismo. Cada parte, asentada una hacia el Este (la de predominio ruso) y la otra al Oeste, se define a partir de preferencias e inclinaciones difíciles de conciliar sin generar conflictos como el que se vive hoy, duro y sangriento.

Se debe consignar que la zona oriental está poblada en su mayor parte por ciudadanos cultural y políticamente proclives a Rusia, de rito cristiano ortodoxo; en tanto que los habitantes de la zona occidental son del rito greco-católico “uniato”, coptos y genética y culturalmente oriundos de varios pueblos: polacos, lituanos, húngaros y alemanes.

Para tener una idea de la complejidad de la historia de Ucrania, baste con recordar que alguna vez fue el carozo del futuro Imperio Ruso; que pasó varios siglos dominada por la gran Lituania, formó parcialmente parte de Polonia y, saltando al siglo XX, fue ocupada por Alemania y por Rusia (URSS) durante la Segunda Guerra Mundial. Esa ocupación simultánea por el ejército soviético y el alemán (en varias regiones ocurrió primero la alemana y después la soviética) se desplegó con terquedad genocida y dejó una imborrable cicatriz en la memoria de los desventurados ucranianos.

El crudo espacio geográfico del país es el resultado espacial de los acuerdos que sellaron la cartografía política europea a partir de 1945, y que atribuyeron Ucrania a la URSS, entonces regida por Stalin.

Así fue como la zona transcarpática (de predominio polaco) pasó a ser parte de la Ucrania soviética; en 1954, Moscú atribuyó también a Ucrania la península de Crimea. Luego de la caída del Muro, Ucrania recuperó (1991) la posibilidad de una vida nacional autónoma y democrática, aunque siempre “protegida” por su ex metrópolis.

La desorganización, las penurias económicas y la corrupción prevalecientes en la otrora inexpugnable patria de los zares, y que conoció su vértice durante la presidencia etílica de Boris Yeltsin, permitieron al gobierno de Kiev un desarrollo institucional con relativa autonomía. No obstante, las privaciones de su pueblo continuaron, y quedan sin réplica cuando se observa que su población pasó de 51 millones en 1991 a 45 millones en 2012.

Ucrania y la hambruna en tiempos de Stalin; Ucrania y lo inenarrable de Chernóbil, hecatombe nuclear que transformó una vasta región en una “zona” como la narrada en la película de Andréi Arsényevich Tarkovski: lagunas y claros, en los que aparecen horrendas mutaciones animaloides.

Sobre ese legado de menoscabo, hambruna y desarrollo nuclear ciego, se inscribe la inquina antirrusa de la región occidental y en la transcarpática, que repudian con vigor todo incremento de las condiciones de vasallaje a Moscú.

Pero la relación con Rusia para muchos habitantes de Ucrania al este del río Dniéper es parte de su acervo. Que sea favorable o desfavorable para sus intereses es otra partitura. La comparación con Bélgica, evocada por algún comentario reciente, es una desacertada superposición de realidades muy diferentes. Ya de por sí es complejo un diorama, para superponerle otro. Quien prefiera la literatura encontrará en Las benévolas (Jonathan Littell, premio Goncourt 2006) razones, horrores y la oscura belleza de la muerte sorprendida en plena faena.

La primera diferencia consiste en que Ucrania está situada, en términos estratégicos, en un intersticio entre Europa y Asia y, sin ser “bifronte” como Rusia, linda con un Estado que lo es. Además, es un país por el que cruza el gasoducto ruso más importante de Europa, vital para Alemania. Y resulta necesario recordar que en Sebastopol, Crimea, está el apostadero de la poderosa flota rusa del Mar Negro.

En esta escenografía rica en dramática hondura, se inscribe la metralla de los cables de agencias, según los cuales el tema que disparó la crisis actual sería la “generosa” oferta hecha por Bruselas a Kiev de un acuerdo preliminar aduanero, y su rechazo por Víktor Yanukóvich, el presidente. No se trataba, habrá que subrayarlo, de una invitación a comenzar una negociación conducente a la adhesión plena de Ucrania a la UE. Era más bien el equivalente a la oferta hecha por Moscú de sumarse a la Unión Aduanera conformada por Kazajistán y Armenia.

La negativa del presidente ucraniano a aceptar esa módica invitación resultaría ser la fuente de las muertes difundidas tercamente por los medios. En verdad, el abandono de Yanukóvich de una tratativa preliminar fue consecuencia de una conversación de más de diez horas entre él y Vladimir Putin, quien debe de haberle recordado que en el tablero estratégico mundial se juega una partida que excede ampliamente los intereses de Kiev. Estados Unidos tiene una intención estratégica en disminuir el “peso asiático” de Rusia, debilitando su ya escuálido capital en los Estados que fueron parte de la llamada Europa del Este hasta 1991, y reduciendo sus “espacios de amortiguación”. La erección del llamado “escudo” misilístico norteamericano en Polonia es un tema de muy afilada prioridad para Putin, quien considera inaceptable cualquier menoscabo de su influencia en Ucrania.

En cuanto a Europa, es natural que la canciller de Alemania sea, por muchas razones, renuente a la intervención en la cuestión ucraniana. El suministro de hidrocarburos ruso es esencial para Alemania, sin campos petrolíferos o de gas propios, y cuya substitución sería de costo inimaginable. Por todo lo cual Berlín no admite irritaciones desproporcionadas con Moscú, más allá de la protocolar exhibición de algunos premolares a propósito de activistas como la banda punk Pussy Riot.

Con otros índices de empleo y crecimiento, y otras situaciones financieras y fiscales en comparación con la UE, no resulta atractivo para Merkel. Lo probable es que esta inteligente mujer, nacida y criada en la Alemania del Este, prefiera moverse en los planos de la mediación entre extremos. Nada cómodo cuando los extremos se tocan.

Emparejando el desacierto de la señora Nuland (ahora más explicable), el presidente Barack Obama ha recaído en su adicción, al decir que hay “una línea” (sic) a no cruzar en la crisis de Ucrania. Se recuerda la anterior “línea roja” (Siria), que se disolvió en una realidad que lo contradijo impiadosamente. Obama dirigió el nuevo desafío geométrico más a su tribuna doméstica que a Yanukóvich; se ve que lo suyo son los electrocardiogramas planos.

Quizás sea oportuno citar un comentario del diario The Times of Israel, referido a cierta acción diplomática: “Un viejo refrán dice que la locura se caracteriza por repetir la misma acción una y otra vez con la esperanza de obtener un resultado diferente”. Tal vez Merkel conozca una frase de Littell: “Salí de la guerra como un hombre hueco, sólo con amargura y con una larga vergüenza, como arena que chirría entre los dientes”.