Una amiga me pregunta desde Nueva York si estoy siguiendo el “caso Turpin”, el matrimonio que mantuvo en cautiverio inhumano a sus trece hijos. Le contesto que nunca entenderé la vida norteamericana y que lo que más me sorprende es la indiferencia de la familia extendida. La abuela y las tías de esos chicos hacía años que no tenían contacto con ellos y sólo veían alguna ocasional foto en las redes sociales.
“Mirá si tu mamá”, le digo a mi amiga, “va a no saber algo de tu hijo”. “No sé cómo hacer para que no me llame todos (subrayado) los días”, me contesta.
Casi al mismo tiempo, mi hija me manifiesta su preocupación por su asistente doméstica, que no le contestó un mensaje y había tenido problemas con uno de los padres de sus hijos. Le escribo al hijo mayor, a quien cada tanto le compro entradas para ver a River. Me dice que cree que está bien, aunque la noche anterior él durmió en casa de su novia. Le pido que me tenga al tanto. Me doy cuenta de que la red de contención excede, en nuestro caso, incluso los vínculos sanguíneos.
Yo no sé qué sabe mi familia extendida de mi vida, pero seguramente mucho más de lo que yo le digo. No me importa, porque entiendo la familia primaria pequeñoburguesa como una pesadilla que se nos impone, como bien demuestran los vástagos de los Turpin: una cárcel de la que no conviene huir para formar una nueva. Mejor es recuperar las relaciones extendidas, la parentela. Podrá resultar tedioso, pero al menos el clan es antiedípico, y menos putrefacto.