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Guarania nuestra

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Sigo saludablemente lejos de Buenos Aires, con la excelente coartada que siempre da filmar. Las desventuras de mi Capitán Parrilla, de Zama y de su tropa de desharrapados brasileño-correntinos me llevan a Empedrado, donde la vida se detiene al borde de los barrancos sobre el Paraná. Esto es literal: mi personaje va a morir de manera espectacular en este río, así que pese a que el pueblo es un encanto, todo lo veo de manera un poco emocional.

El guaraní se va perdiendo a medida que esta película avanza hacia el sur, pero como uno de los actores (Rodolfo Prantte) es paraguayo, aprovecho las eternas pausas del rodaje para hacerme introducir en los maquiavélicos meandros de esta lengua. Si se trata de idiomas, mi límite es extenso, pero al guaraní sólo se lo aprende con el alma y no con la razón. Pido que me traduzca palabras sencillas, pero no da. Hasta donde entiendo, en guaraní hay que concebir una imagen mental de lo que se desea decir y luego producirla con aproximaciones, con frases hechas que describen situaciones primigenias. Es como si fueran ideogramas chinos, pero orales; el guaraní originario no tenía –ni necesitaba de– escritura. En chino, por ejemplo, “moral” es un ideograma que significa “caminar con el corazón de uno como si diez ojos te observaran”. El guaraní es similar, un habla de sonidos maravilloso que riman siempre consigo mismos y si no riman, es porque hay que decirlo de otra manera.

Prantte insiste en un dato nada menor: no existe la palabra “guerra”. Pero otra guaraní-hablante lo corrige y sugiere una palabra que quiere decir “estar mal”. Sentir dolor de panza, deprimirse por el resultado en una partida de taba o entrar en guerra con el Brasil son más o menos la misma palabra, es decir, la misma situación primigenia.

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No está mal. ¿Adónde nos han llevado todas las demás vanas precisiones? Al progreso. Un lugar adonde el guaraní se ha negado siempre a entrar.

Yo creo que sus connotaciones filosóficas deberían ser estudiadas con más detalle.