COLUMNISTAS
Se quebro el empate estrategico

Guerra civil en Bolivia

La situación de empate estratégico existente en Bolivia en los últimos dos años y medio entre, por un lado, el gobierno del presidente Evo Morales y, por el otro, los prefectos de cuatro de los nueve departamentos, ha terminado esta semana. La tensión provocada por la polarización y el empate ha dado lugar a una guerra civil de baja intensidad, que escala día por día.

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La situación de empate estratégico existente en Bolivia en los últimos dos años y medio entre, por un lado, el gobierno del presidente Evo Morales y, por el otro, los prefectos de cuatro de los nueve departamentos, ha terminado esta semana. La tensión provocada por la polarización y el empate ha dado lugar a una guerra civil de baja intensidad, que escala día por día.

La polarización extrema que surgió en Bolivia en el momento de la elección simultánea del presidente Evo Morales (54% de los votos, 19/12/2005), y de los prefectos de los departamentos del Oriente –ungidos en forma directa por primera vez en la historia del país– provocó una tensión creciente a lo largo de los últimos 33 meses, mechada por actos de violencia, que alcanzó un punto de inflexión en el referéndum revocatorio del 10 de agosto de este año.

Morales se impuso en el referéndum con 68% de los votos –14 puntos más que en 2005–, y los prefectos de la Medialuna (Tarija, Santa Cruz, Beni y Pando), encabezados por Rubén Costa, de Santa Cruz, triunfaron con guarismos similares. Se sumó a ellos la prefecto de Chuquisaca, Savina Cuéllar, elegida en junio con una plataforma autonomista y “anti-Evo” por más de 60% de los votos.

La conclusión que extrajeron los prefectos del Oriente de la derrota de Morales en sus departamentos fue que el mandato presidencial había sido revocado en más de la mitad del territorio boliviano. Revelaron así que la crisis política tiene en su núcleo una crisis total de hegemonía; no hay en Bolivia un mínimo de consenso nacional. Por eso, la contienda cívica no encuentra cauces ni medida y la polarización es creciente, con una tensión que esconde una violencia cada vez mayor. Ahora, la tensión dio paso a la violencia y a una incipiente guerra civil.

Todas las oficinas públicas del gobierno nacional en Santa Cruz (Aduana, Entel, Instituto de Reforma Agraria, Policía Nacional) han sido saqueadas y ocupadas por los militantes autonomistas de la Unión Juvenil Cruceña (UJC).

En Cobija, capital de Pando, el choque entre autonomistas y activistas de las organizaciones sociales provocó una decena de muertos y más de 90 heridos. En Tarija, una refriega semejante causó medio centenar de heridos, muchos graves; y los aeropuertos de la Medialuna han sido ocupados por grupos armados autonomistas.

Tres bombas explotaron en diversos tramos del gasoducto a Brasil, lo que disminuyó a la mitad las exportaciones –con una pérdida de más de 12 millones de dólares diarios y una reducción de 3 millones de metros cúbicos por día–; y provocó una situación de emergencia en San Pablo. También se cerró el gasoducto a la Argentina.

El gas que Bolivia exporta a Brasil sale de puntos diferentes. Desde los campos situados en Tarija –principal reserva gasífera boliviana y más del 70% de la provisión del país– el recurso se transporta a través de un gasoducto que recorre 800 kilómetros hasta la frontera brasileña. A partir de Santa Cruz sale un ducto que recorre 500 kilómetros. Los gasoductos son extremadamente vulnerables: se despliegan sobre la superficie y en medio de espacios vacíos; allí fueron colocadas las tres bombas.

El ejército de Bolivia sostiene –lo que es una evidencia–, que no tiene soldados suficientes para proteger los gasoductos en toda su extensión, además de los campos y las dos refinerías (propiedad de Petrobras antes de la nacionalización del 2 de junio de 2006).

Las fuerzas armadas se muestran renuentes, también, a ejecutar el estado de sitio, elemental medida de emergencia para enfrentar una insurrección generalizada como la que se ha desatado. Tienen presente los trágicos acontecimientos de febrero de 2003, cuando la intervención militar decidida por el gobierno del entonces presidente, Gonzalo Sánchez de Lozada, ante la movilización insurreccional de la sociedad civil, provocó 90 muertos y centenares de heridos.

Los mandos militares implicados en los hechos de febrero de 2003 fueron juzgados por la justicia ordinaria, y no por la militar, por decisión del Tribunal Constitucional. Muchos de ellos siguen procesados y algunos presos. La crisis de hegemonía que impide un mínimo de consenso nacional limita, en la misma medida, la capacidad de coerción legítima del Estado. Si las fuerzas armadas reprimen, sin un consenso nacional que las respalde, en tanto operan se fracturan.

Institucionalmente, son dos los rasgos característicos del ejército de Bolivia: su dispersión geográfica y una muy débil proporción de profesionales –oficiales y suboficiales– en su masa de conscriptos (menos del 15% del total). Esto hace que la lealtad de las unidades sea fundamentalmente regional.

La crisis política en Bolivia se transformó, a través del vacío hegemónico, en crisis del Estado. Su lugar lo ocuparon el regionalismo y el localismo. Y este vacío se activó esta semana a través de la insurrección generalizada de los movimientos autonómicos. El ejército no es una excepción a la fragmentación del Estado boliviano.

A partir de esta semana –cuando la tensión se transformó en enfrentamiento y se desató una guerra civil de baja intensidad– sólo el presidente brasileño, Inácio “Lula” da Silva, puede mediar en la crisis boliviana y revertir la escalada de violencia.

Dijo Lula a Evo Morales en Riberalta (18/7/08), en presencia de Hugo Chávez: “Ceder no es señal de debilidad y los conflictos nada resuelven. Nuestros pueblos no tienen nada que ganar con confrontaciones estériles”.

Sin la mediación brasileña –que establezca no un diálogo, sino una negociación– la guerra civil en Bolivia tiende a escalar.