Conocemos por Augusto Roa Bastos, y más concretamente por Yo el Supremo, ese reparto por el cual hay un hombre con poder que habla y otro hombre, subalterno, que escribe lo que el primero va diciendo. Kim Jong-un cuenta con varios: ese grupo infaltable de asistentes solícitos que anotan lo que el líder dice: que le llevan, literalmente, el apunte.
Están en peligro, y lo saben: si llegaran a dormirse durante alguno de sus tantos discursos, o si eventualmente no se rieran con alguna de sus tantas bromas, podrían ser fusilados de inmediato. El jefe habla y ellos escriben: convierten su decir en un dictado, y lo confirman como lo que es, un dictador. Pero lo hacen, y es llamativo, en libretas o en anotadores de aspecto más bien rudimentario, de almacén o de alumnos libres, con biromes sencillas y hasta rústicas, de esas que se pueden mordisquear si uno quiere descargar un poco los nervios.
Esa marca de anacronismo define la escena por entero. El regreso de la Guerra Fría y el intercambio de amenazas nucleares, al cabo de tantos y tantos años de parodias y versiones burlescas, conserva su impronta terrible, pero se ha cargado también de comedia. Esta historia se repite, pero como tragedia y como farsa a la vez.
Porque además, del otro lado, no está sino Donald Trump, que pertenece a la tradición notoria del líder derechista hilarante (la línea Berlusconi, por ejemplo). Trump no dicta, escribe: tuitea. Escribe en el presente y para el presente, con la tecnología escrituraria actual, y lo hace para sus seguidores (pues para esta escritura no hay lectores, sino seguidores).
Esta guerra es entonces también una guerra de formatos de escritura. Yo la sigo atento a eso, esto es, sin fijarme demasiado en lo que dicen. El tercero en discordia, o el tercero en concordia, es, por supuesto, Putin. ¿Por lo que dice, por lo que escribe, por lo que dicta? Claro que no: por lo que calla.