Mi padre amaba cantar tangos y yo, en secreto, por las noches, cuando todos dormían, encendía un pequeño velador que había al costado de mi cama y prendía el tocadisco Wincofón y escuchaba tangos al volumen más bajo. Julio Sosa y Carlos Gardel, dos discos de larga duración con sus grandes éxitos. Historias de abandono, de turf, de amores contrariados, de nostalgias del exilio, de competencia entre hombres, de pérfidas mujeres perdidas y de infidelidades arrepentimientos y traiciones. Por entonces ya estaba enterado del mito local que afirmaba que no hubo ni habrá cantante superior a Gardel, el bronce que canta. Pero por mucho que me gustaran sus temas, había algo en su arrastre nasal, en el ruido de la erre, una cierta cosa chirriante que la púa sobre la pasta acentuaba para el lado de los agudos, y que no me sonaba del todo viril. Mi favorito era entonces Sosa, el varón del tango. Cuando mi padre dormía, yo me identificaba secretamente con él, hacía mis horas extras como pequeño oyente argentino, escuchando tangos para sentirme hombre como mi padre, colgándome de las cadencias de una voz. Y por eso me asombró enterarme, años más tarde, que cuando Sosa murió en un accidente de autos y fueron a desvestir al cadáver para ponerle las prendas definitivas que lo acompañarían en el ataúd, encontraron que, a cambio de los esperables calzoncillos, llevaba unos rosados calzones de mujer. Es posible que esta anécdota sea falsa, una invención de las bandas de fanáticos gardelianos para disminuir la imagen de su rival y destruir un mito de mi infancia.