Ahora que las encuestas están en problemas, es frecuente oír que deberían ser definitivamente descartadas. Parafraseando a Churchill, la verdad es que las encuestas no son un método muy bueno para anticipar el resultado de una elección pero cualquier otro método es peor.
Desde los tiempos más remotos los seres humanos hemos buscado afanosamente dos cosas: por un lado, influir en lo que va a suceder; por otro lado, conocerlo anticipadamente. Para influir, el enfoque más primitivo fue implorar a los dioses, sin resultados notables. En lugar de ello, fueron desarrollándose conocimientos que conducen a enfoques estratégicos. Las intervenciones estratégicas en la agricultura, en la curación de enfermedades y en la guerra son de muy antigua data y se han desarrollado y perfeccionado incesantemente hasta ahora.
Para anticipar lo que sucederá, desde tiempos remotos se recurrió a videntes, pitonisas y oráculos. Con el tiempo se fue desarrollando el conocimiento sistemático que hizo posible derivar algunas predicciones. Entre las más remotas se conocen las astronómicas –aplicadas a fenómenos naturales– y las curativas –aplicadas a fenómenos humanos, en los cuales la capacidad predictiva fue siempre mucho más endeble–. Cuando las sociedades inventaron los procedimientos que llamamos “democráticos” para organizar los sistemas políticos se instituyeron procesos electorales para designar a los gobernantes. Ya en la Antigua Roma las campañas electorales mantenían un formato parecido al que conocemos en nuestros tiempos. Siempre se concibieron intervenciones “tramposas”, como sobornar a votantes o alterar el conteo de los votos; y siempre se apeló a la comunicación para influir en los votantes. Casi al mismo tiempo se desarrolló el interés por conocer anticipadamente el resultado de esas elecciones. Pero no había métodos; para estimar quién ganaría una elección antes de que eso estuviese definido los romanos recurrían a sus pitonisas.
La herramienta sistemática, fundada en principios bien establecidos, para pronosticar un resultado electoral, resultó ser la encuesta por muestreo, un invento del siglo XX. No fueron inventadas con ese propósito, sino con el de conocer mejor la naturaleza de los procesos de formación de la opinión pública y de servir a las estrategias de comunicación para influir en los votantes. Pero, una vez que la herramienta estuvo disponible, utilizarla para pronosticar estuvo a un paso y muchos dieron el paso. Ese uso se difundió rápidamente, en gran medida por el interés del público, y por tanto de los medios de prensa, por los pronósticos.
La idea de que las encuestas pueden saber con anticipación cómo le va a ir a un candidato es contradictoria con la noción de una intervención estratégica para lograr que al candidato le vaya mejor de cómo le iría sin esa intervención. Si la realidad puede ser modificada gradualmente hasta último momento, ¿con qué criterio se puede anticipar qué pasará en ese último momento?
Hace pocos días, el New York Times publicó un interesante análisis de la elección norteamericana buscando identificar en detalle dónde fallaron los pronósticos electorales (Nate Cohn, Josh Katz and Kevin Quealy: “Putting the Polling Miss of the 2016 Election in Perspective”, 13 de noviembre de 2016). Las encuestas siempre fallan un poco, pero en esta ocasión los desvíos más notables se produjeron no en el voto total sino en el voto en algunos estados del nordeste y norte del país. Esos estados tienen en común una amplia población de clase obrera blanca de baja educación. Confiando en esas encuestas, Hillary Clinton descuidó su campaña en esos estados. ¿Por qué erraron las encuestas? Hay que investigarlo. Los analistas del New York Times piensan que las actuales muestras tienden a sobrepresentar a la población con buena educación. Acá algunos pensamos lo mismo de nuestras muestras.
Hoy se habla mucho de todo esto, pero es más ruido que otra cosa. Nadie propuso un método mejor.
*Sociólogo.