El macrismo se inició hace 12 años, pero hasta el domingo pasado fue poco más que un partido distrital. Lo era incluso cuando, en 2015, ganó las presidenciales y llegó al poder por una suma de sucesos extraordinarios:
La crisis económica del último gobierno de Cristina.
El agotamiento del relato K.
La crisis de representatividad de los partidos tradicionales.
La necesidad de importantes sectores sociales de verse espejados en un liderazgo menos ideologizado, más light y posmoderno.
El alto nivel de conocimiento de Macri en todo el país.
Su llegada a amplios sectores populares, tras su exitoso paso por Boca.
La alianza con un radicalismo que le proveyó estructura partidaria en todas las provincias.
La estrategia comunicacional que advirtió estas realidades, comandada por un experto en posmodernidad como Jaime Duran Barba.
Macri llegó así a la Casa Rosada, representando un experimento social y político atípico para el país.
Socialmente, porque refleja una alianza distinta: similar al acuerdo histórico del peronismo con sectores altos y bajos, pero con más presencia de los primeros que de los segundos. Y a diferencia del peronismo, también suma a amplias capas medias de las ciudades y del campo que votaban al radicalismo o al socialismo más liberal. Pero no a la pequeña burguesía urbana que se siente expresada en el cristinismo u otras corrientes llamadas progresistas o de izquierda.
Políticamente, el experimento también es novedoso. Es el primer partido que llegó al gobierno casi sin ser partido, sin historia, sin próceres, sin mártires, sin épica, sin libros, sin ideología, sin líderes territoriales, sin territorio (salvo la Ciudad de Buenos Aires), sin escudo y siendo lo más parecido a una marchita la canción de Gilda No me arrepiento de este amor; o Ciudad mágica, de Tan Biónica.
En 2015 comenzó algo que no tiene por qué funcionar, pero que prueba que una alianza sociopolítica distinta podía conquistar el poder. Con estas PASO se empezaría a demostrar, además, que sería el primer gobierno no peronista, desde el siglo pasado, capaz de concluir su mandato. No es poco.
Lo que se comenzó a ver durante este 40% de mandato es que esta alianza social refleja una estructura de poder aún frágil pero capaz de resistir los choques de intereses que cruzan a todo gobierno. Como otros antes, éste soporta presiones del establishment (de los industriales y de los que esperaban más ortodoxia económica de la que ya hay), sindicalistas (urgidos por despidos y bajos salarios), comerciantes (que sufren la crisis del consumo), profesionales (con problemas de trabajo), intelectuales (críticos de la estética y la cultura M). Pero esta vez, como la base macrista atraviesa a la mayoría de esos sectores, los lobbies llevan el anticuerpo de sus propios intereses y siguen respaldando a este grupo heterogéneo de CEOs y no-políticos que sienten que los representan.
Esa es la gran diferencia con la UCR, un partido que gobernó sustentado en una red de contención socioeconómica más estrecha, apoyada en esencia en sectores medios. (Seguir pensando que De la Rúa cayó porque no encontró la salida del estudio de Tinelli y otras anécdotas es atribuirles a los individuos un rol excesivo en el devenir histórico. Antes, les había pasado lo mismo a sus antecesores radicales (Yrigoyen, Illia y Alfonsín.)
El desafío de esta alianza atípica macrista es demostrar que, además de gobernabilidad, es capaz de tener éxito. En términos prácticos: ser útil para quienes le dan sustento y para una gran porción de argentinos.
La pregunta es si el apoyo de un tercio del país que ratificó estas elecciones representa una mayoría sustentable para planes de largo plazo.
Creo que no.
Gobernar con 2/3 en contra. El macrismo llegó al poder con el 34,15% del electorado (en el ballottage alcanzó el 51%, pero con votos que no son propios, obligados a elegir sólo entre dos opciones). En estas PASO alcanzó 35,9% (datos provisorios). Es problable que en octubre la cifra crezca, pero también ahí el efecto ballottage no reflejará fielmente el voto duro oficialista.
Se podría decir que, entre una elección y otra, su gestión sumó la adhesión sólo del 1,75% de votantes. En la mesa chica M ven el vaso medio lleno: “Es muy bueno haber crecido un poco, porque se logró pese a lo malo de estos tiempos y al ajuste”. Las encuestas que manejan aún dicen que el 55% cree que hoy está peor que cuando gobernaba Cristina. También dicen que el 60% espera estar mejor en un año.
En cualquier caso, ese tercio de argentinos sigue siendo suficiente para ganar, ya que la estrategia de apostar a la división del peronismo (21% kirchnerista, 15% no K y una parte del 7% de Massa) hasta ahora dio resultado.
El tema es gobernar con un tercio.
Los gobiernos necesitan consensos mayoritarios para proyectar a futuro. Más allá de evaluar resultados, esos consensos permitieron que el alfonsinismo enjuiciara a la dictadura, el menemismo privatizara empresas y el kirchnerismo reabriera juicios a militares y estatizara empresas.
¿Se imaginan que esas administraciones hubieran podido enfrentar movidas políticas y económicas tan audaces con un consenso de apenas un tercio de la población? Muy difícil.
La lectura de Cristina Kirchner de que dos de cada tres argentinos votaron en contra del Gobierno es razonable. Como lo es que dos de cada tres votaron en su contra en la provincia (y ocho de cada diez en todo el país).
La dificultad de gobernar con un tercio (aun con el beneficio de que ese tercio atraviesa distintos estratos) se vio en esta primera parte de la gestión. Cuando apeló al acuerdo logró, por ejemplo, aprobar leyes, mostrarse acompañado por opositores en foros internacionales o generar un recambio en la Corte Suprema.
No es que todo deba ser consensuado, pero lo contrario muchas veces le generó idas y vueltas, rechazos legislativos o imposibilidad de implementar políticas de largo plazo con mayor consenso social.
De todos modos, acordar no significa necesariamente acordar con los políticos que representan a los otros 2/3, pero sí dar señales a sus representados de que son incluidos.
Sin algún tipo de acuerdo más amplio, el Gobierno no podrá mejorar sustancialmente la estructura burocrática del Estado, ni aplicar políticas federales contra la inseguridad, ni resolver la problemática de la pobreza extrema en el conurbano bonaerense, en el que viven hacinadas personas de todas las provincias, ni acordar políticas de Estado que vayan más allá de un gobierno y un partido. Sin consenso, tampoco podría llevar adelante una Conadep de la corrupción, en el caso de que quisiera hacerlo.
El gobierno de un tercio tampoco es confiable para quienes desean invertir. Ni para los pequeños ni los grandes inversores es tranquilizador que las reformas económicas, jurídicas y laborales que se puedan pretender tengan una base de sustentación que no sea claramente mayoritaria. En especial en un país con la historia de cambios repentinos de la Argentina. En especial con un PJ en la oposición.
El riesgo del ‘país bobo’. Para ganar con un tercio de votos, puede ser negocio mantener viva la grieta (que viene de abajo hacia arriba y desde arriba se la devuelve potenciada), pero para dar señales de estabilidad emocional, el relato de buenos vs. malos resulta un infanticidio político. Más que el “país normal” al que se aspira, se construye un “país bobo”.
Nada demasiado confiable puede resultar de una nación en la que los ex presidentes no aparecen juntos ni una vez al año y donde, nunca, nada de lo que hizo el anterior gobierno es digno de rescatar. O, para los que pasaron, nada de lo que hace el nuevo sirve.
En las empresas en las que fueron exitosos los CEO de este gobierno, el consenso no es indispensable (aunque podría ser deseable), pero en un país en el que hay tantos millones de accionistas, es importante que los que no comparten un plan representen la menor cantidad de millones posible.
Porque, al margen de si es o no correcto lo que este tercio que gobierna quiere hacer, no lo podrá lograr si no amplía su base social de sustentación convenciendo a los que se sumen y a sus representantes de que sus planes los tienen en cuenta.