Por lo evidente de su humor marxista –en el doble sentido de la expresión–, es conocida la frase de Bertolt Brecht; “Robar un banco es un delito, pero peor es fundarlo”. Cínicamente, un argentino la completaría así: “Robar un banco es un delito, peor es fundarlo, pero lo mejor es fundirlo”, habida cuenta de que nuestra manera de la perfección comercial se alcanza cuando todos quedan de punto y uno solo se hace con la banca.
Sin embargo, en el reino de las excepciones, hay bancos que gestionan créditos generosos, como lo corrobora Paul Cézanne, que nació en 1839 en Aix-en-Provence y a lo largo de la vida gozó de los beneficios que le otorgaba la condición de hijo de un sombrerero loco que hizo fortuna y en 1848 fundó el propio.
En 1852, colegio. Allí conoce a Émile Zola, que sería su amigo y uno de los primeros compradores de sus pinturas y luego su bestia negra. En 1858, Zola se traslada a París y Cézanne huye de las provincias tras él. En la Ciudad Luz, desaliento. Nadie le compra un cuadro. Vuelta a Aix. Hasta piensa en emplearse en el banco del padre. Pero la pintura es más fuerte y en 1862 ya está en París, donde expone en el Salón de los Rechazados (el salón de los admitidos es siempre la Academia, garantía del error). Ya que plata no le falta, vive a veces en el norte de Francia, a veces en el sur. En 1886, matrimonio. Casarse no es lo peor que podía pasarle. Durante la guerra de 1870 elige un prudente retiro en Provenza, en 1874 expone junto a los impresionistas, y recién en 1882 en una exposición oficial. Ahora empieza lo jugoso. En 1886, en la revista Gil Blas, su amigo Zola publica en forma seriada la decimocuarta novela de su ciclo naturalista de los Rougon-Macquart. El libro se llama La obra y cuenta las peripecias que debe enfrentar un artista en una sociedad crecientemente mercantilizada, cuando sus potencias creativas y sus aspiraciones (¿alguien podría alguna vez decirnos si potencia y aspiración son sinónimos o antónimos?) no encuentran realización a la altura. Muchos creyeron ver en La obra una especie de reescritura de La obra maestra desconocida, de Balzac, donde un pintor que cree estar dando a luz el mejor de sus trabajos, “en la realidad” de su pintura solo produce una serie de rayas y manchas inconexas (es decir, fracasa en el presente y está loco porque está pintando el arte del futuro). Pero Cézanne era ajeno a sus sutilezas porque uno solo pesca lo que tiende a buscar, así que de inmediato creyó que el protagonista del texto, Paul Gantier, un pintor lleno de ideas pero incapaz de realizarlas, estaba cortado sobre su molde. Lo mismo pensaron Claude Monet y Edouard Manet, y la lista para cagar a trompadas al escritor-traidor aumentaba a medida que crecía el número de los lectores-pintores, porque lo primero que hace la vanidad cuando le enrosca la víbora al ego es buscar un enemigo y personalizar la afrenta. Se desconoce si Zola dijo: “Vengan de a uno” o si los disuadió alegando: “¡Pero muchachos! ¡Es ficción!”. Claro que cualquiera de los ofendidos podría haber replicado a su vez: “No mientas. Si Lantier soy yo, te rompo la cara por burlarte; si no lo soy, por ignorarme”.
Después de la ofensa, Cézanne se instala en Chantilly (la crema la inventó Vatel para calmar la gula de Luis XIV). Dulces paisajes. De pronto, como a todos nos ocurre, de joven con ideales pasa a viejo maestro al que los alumnos y seguidores veneran y del que se ríen un poco. Su fama crece, expone aquí y allá. Ya es 1906. La vida es cruel. Si todo bicho que camina va a parar al asador, en algún momento del triste atardecer todo viajero que huye vuelve al barrio tranquilo de su ayer, a la casita de los viejos. Cézanne, ya lejos de ser un pibe, sufre un síncope cuando un aguacero lo sorprende sin piloto y sin chambergo después de pasarse la tarde pintando en las afueras de Aix.
Lo llevan a su casa, parece que se recupera y quiere seguir pintando; como si fuera una versión física de Lantier, quiere pero no puede. Con sus pocas fuerzas recomienda a sus discípulos: “Traten a la naturaleza como cilindros, esferas y conos”. Vocación geométrica que no siempre se encuentra en sus cuadros. Muere a los 67 años.
La obra queda, como bien sabía Émile Zola.