El tipo de globalización iniciado en los 90 imbricó intimamente a EE.UU. y China en lo económico-comercial, pero no las acercó en lo político-ideológico. En este escenario, si una de las partes supone que la otra no juega limpio, abusando de las reglas comunes para mejorar su posición relativa, puede decidir utilizar la interdendendencia como arma ofensiva. Esto es precisamente lo que está ocurriendo: una variante menos cruenta pero no por ello menos significativa de la trampa de Tucídides.
Dos circunstancias centrales lo catalizaron: I. El ascenso de China no mutó las notas esenciales de su régimen; II. Surgió en EE.UU. una inesperada coalición bipartidaria adversa a China.
El núcleo de la globalización de los últimos treinta años, las cadenas globales de valor (CGV) formadas en multiplicidad de industrias desde textiles y calzado hasta celulares y microchips, sugirió una forma irreversible de la división internacional del trabajo. Este modelo está ahora en crisis merced a la quiebra de las reglas de juego imperantes en respuesta a lo que se percibe como una ofensiva velada a la seguridad nacional.
Se intenta así cerrarle a China todas las vías posibles de acceso a conocimientos, tecnología y capacitación, forzándola a depender más de sí misma en su desarrollo científico-tecnológico. Esto abarca las esferas del comercio, la inversión, la participación en organismos técnicos, los intercambios con las instituciones del sistema científico-tecnológico y educativo superior y el acceso a insumos y mercados.
Se fuerza también a las transnacionales que operan en China a reestructurar sus CGV. No importando su nacionalidad (aun las chinas), ellas deben relocalizar los flujos de partes y componentes fuera de China para reducir su exposición al conflicto.
El impacto resultante sobre la economía global incluye aumentos en los costos de transacción, balcanización del mercado de tecnología y aumento del poder del mercado de las empresas tecnológicas líderes dentro de sus respectivas áreas de influencia. Así, la relocalización hacia otros países del sudeste asiático implica encarecimientos, puesto que la productividad manufacturera china es 2,2 veces superior a la de Indonesia, 3,5 veces a la de Filipinas, 6,1 veces a la de Vietnam y 13 veces a la de Cambodia, debido a la sustancial superioridad china en infraestructura, logística, calidad y adiestramiento laboral.
Puede preverse que la ofensiva perderá efectividad con rapidez dado que no solo debe conciliarse con una minimización del daño propio; además, su efectividad será oradada por una amplia variedad de “filtraciones”, tales como las originadas en la evasión de controles mediante el uso de terceros países y empresas, que aumentarán su incidencia con el tiempo.
¿Es reversible la estrategia? Lo es, con reservas. Ante todo, hay fuertes costos hundidos, irrecuperables para ambas partes. A ello se sumaría el costo político de revertir una estrategia ya consensuada internamente, lo que podría justificarse en caso de que China acuerde revisar sustantivamente su política de “rejuvenecimiento nacional”.
El bloqueo del acceso de China a la tecnología occidental podrá reducir el ritmo de generación y la calidad de sus outputs innovativos y desacelerar el uso de su capacidad innovativa como arma de su competitividad global. Pero difícilmente podrá frenar el desarrollo de esa capacidad y esterilizar su ímpetu, puesto que se trata de un componente crítico del “rejuvenecimiento nacional” adoptado como política de Estado. Dos cosas son ciertas: China no se va a evaporar del mapa, y no habrá ganadores inmediatos. Lo que aún no está del todo claro es qué es lo que Occidente pretende del “Reino del Medio”.
*Prof. de Políticas de Innovación Tecnológica y de Ciencia, Tecnología e Innovación en China, UBA.