La actualidad argentina de estos últimos días me ha llevado, como resultado de algún mecanismo inconsciente, a pensar en un filósofo francés cuyas ideas no necesariamente comparto pero quien, con una vida consagrada a reflexionar sobre la teoría política y sobre la historia de las ideas políticas, suele formular hipótesis provocativas e interesantes. Se trata de Jacques Rancière, que cuando era muy joven, allá por los años sesenta y setenta, trabajó y publicó con Louis Althusser en lo que fue una reformulación del pensamiento marxista. “La política –dice Rancière– es aquello que interrumpe el juego de las identidades sociológicas”, ese juego que reenvía a lo que él caracteriza como la dimensión policial de la democracia: gestión de las identidades, orden, administración de lo social en manos de quienes, por diversas razones, (según los momentos: los ricos, los garantes de la relación con la divinidad, las grandes familias, los sabios y los expertos) aparecen como capacitados para hacerlo. Sin embargo, para que haya comunidad política es necesario, según Rancière, que esas superioridades concurrentes sean llevadas a un nivel de igualdad primera entre los “competentes” y los “incompetentes”: ¿y si la democracia fuera el poder de cualquier persona, la afirmación de la contingencia de toda dominación? La democracia, explica Rancière, no es ni la forma del gobierno representativo ni el tipo de sociedad fundada en el libre mercado capitalista. Hay que devolverle a la palabra “democracia” su poder de escándalo: la posibilidad de gobernar para quienes no tienen a priori ni la voluntad, ni el deseo, ni supuestamente la competencia para gobernar. En su libro El odio a la democracia, comentando a Rousseau, Rancière subraya una cuestión crucial: ¿y si tirásemos a los dados quién va a ocupar el lugar del poder supremo? “Si hay un combate a proseguir – dijo en una entrevista reciente– se lo puede formular así: ¿cómo, hoy, valorizar una liberación de la injusticia, de la explotación, de la desigualdad y el sufrimiento social, que sea simultáneamente una afirmación de libertad, una experimentación, una discontinuidad? Si hoy se plantea esta pregunta, ello abre una formidable esperanza.”
Sin lugar a dudas. Sobre todo en un país como el nuestro, donde la colectividad que se autodefine como competente para ejercer la función que Rancière llama policial de la democracia, la función de pura gestión de las identidades (colectividad definida habitualmente como la “clase política”) parece a la vez globalmente desconcertada, profundamente irritada y exclusivamente preocupada por las condiciones de su propia supervivencia antes, y sobre todo después, del próximo 28 de junio.
Confieso que la hipótesis de Rancière sobre esa figura secreta, escandalosa, de la democracia, consistente en la idea, la posibilidad de que quien ocupe la función suprema sea elegido por sorteo –es decir, sin ninguna precondición económica, cultural, ideológica, profesional, familiar, etc.–, me resulta fascinante. ¿Y si dejáramos que el azar determine quién nos va a gobernar? ¿No es esa la forma pura de la igualdad? Evocar esa figura como experimento mental, permite visualizar las razones (nunca azarosas) por las cuales el poder ha sido ocupado, en la historia de las democracias, por quienes lo han ocupado. La lista de esas razones es larga, y muchas de ellas tienen poco que ver con el principio de la igualdad de los ciudadanos.
Entonces, como diría Lenin, ¿qué hacer?, ¿qué hacer cuando quienes nos gobiernan disfrazan, a lo largo de semanas y meses, gestos de pura supervivencia en decisiones de gestión? La cuestión no pasa por la legitimidad (pudorosamente denominada gobernabilidad) porque sobre ese punto la respuesta es clara y no admite discusión: en la situación en que nos encontramos, los que ejercen el poder lo hacen porque fueron votados para ejercerlo. Pero la incompetencia de los supuestamente competentes plantea el tema de fondo de Rancière: aquellos a los que votamos no estaban allí, preparados y esperando nuestro voto, por pura casualidad (es decir, por azar). Por imperfectas que puedan parecernos, las instituciones republicanas nos dejan, tal vez, una salida: transformar el comportamiento de voto en una afirmación de libertad, en una experimentación, en una discontinuidad. O sea, producir lo que Rancière define como el fundamento de la democracia: un acto propiamente político.
*Profesor plenario Universidad de San Andrés.