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Hartazgo social

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Inflación, devaluación, inseguridad, narcotráfico, impuesto a las ganancias, jubilaciones, fondos de las obras sociales, paritarias: el paro ha sido un éxito, por más que el Gobierno lo desmienta y adjudique la adhesión masiva a la falta de transportes, los piquetes, el miedo y recurra a “chicanas”, como entronizar a Luis Barrionuevo en jefe de la oposición (Capitanich dixit).
Así son las cosas. El Gobierno insistirá en su relato populista-progresista hasta el final de sus días y cuando no pueda hacerlo –el contraste con la realidad es cada  vez más grosero– negará tozudamente lo que está a la vista de todo el mundo. Colabora en ello un lenguaje eufemístico en el que nada se llama por su nombre: “deslizamiento de precios” en lugar de inflación, “precios cuidados” en lugar del raquítico e insuficiente control de precios, “ahorro energético” por tarifazo, “inclusión social” por dádiva miserable y así sucesivamente. ¿Para qué seguir?
En cambio, vale la pena detenerse en los motivos aducidos por las centrales de trabajadores que convocaron al paro. La inflación –en verdad, el aumento incesante de precios– es brutal y parece no tener fin. Más allá de la errónea e irresponsable política económica gubernamental que la ha desencadenado, implica una drástica transferencia de ingresos en detrimento de los trabajadores asalariados y de los que menos tienen. Lo mismo cabe señalar respecto de la devaluación. A ello se suma la pretensión autoritaria de poner tope a las paritarias, desvirtuando su concepto y con la clara intención de que el costo del ajuste ortodoxo en marcha lo paguen los trabajadores.
Sale a la luz por fin la esencia del populismo progresista –esa mezcla inextricable de marxismo residual y ultraliberalismo– que rige los destinos de nuestro país hace más de diez años: cuando las papas queman, se echa mano a las recetas estipuladas por los sectores más reaccionarios del capitalismo trasnacional, sin renunciar al parloteo “revolucionario”. Lo he repetido hasta el cansancio: el populismo progresista no es ninguna alternativa frente al tan denostado neoliberalismo; apenas representa una variante discursiva más amable de éste, que retrocede apresuradamente cuando las cosas se complican.
De las jubilaciones, ni hablar. Por lo demás, ¿existe algo más contradictorio en los términos que grabar salarios con un impuesto a las ganancias? Si los abanderados  de la revolución imaginaria hubieran leído El capital, de Carlos Marx, sabrían que la ganancia se obtiene exclusivamente de la plusvalía –único origen de la ganancia–, jamás del salario.
Un párrafo más extenso amerita el problema de la “inseguridad” –en el fondo, también un eufemismo– tan en boga por estos días, a raíz de lo que ha dado en llamarse “linchamientos” o “justicia por mano propia”. Con la celeridad del rayo, las corporaciones política y mediática –con excepción de algunos periodistas valientes, que los hay– acordaron espontáneamente en repudiar los hechos. Conforme. Pero lo cierto es que ante la ausencia del Estado a los individuos les asiste el pleno derecho de defender del modo que consideren más conveniente su vida y su propiedad, única razón por cuya defensa ceden parte de sus derechos naturales al Estado. Así lo estableció Thomas Hobbes, quizá el teórico más profundo de la legitimidad del Estado moderno, como nos lo ha recordado el periodista Jorge Raventos.
El discurso estatista, practicado abusivamente por los gobiernos kirchneristas, no se ha visto acompañado por la consiguiente reconstrucción del Estado que, hoy por hoy, no cumple ninguna de las funciones básicas que justifican su existencia; ante todo, resguardar eficazmente la vida y la propiedad de los ciudadanos. Los linchamientos, la justicia por mano propia, es el síntoma más elocuente del hartazgo social, de un cansancio que ya no tolera la distancia infinita entre el discurso oficial y la realidad vivida.

*Filósofo.

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