COLUMNISTAS
CAMBIOS PRESIDENCIALES

Hay otra Cristina

Nuevo tono y nuevas medidas, está más cerca de la disculpa que de la épica. El factor Francisco.

Bastón de mando, Cristina Fernández.
| Dibujo: Diego Temes

Por la urgencia de achatar la nariz contra el vidrio, se pierde la perspectiva. Aunque sea una frase más obvia que el mundo redondo, no suele aplicarse a la administración Cristina. A estos últimos, especialmente, en los que la mandataria ha dado vuelta como una media diez años de historia personal y familiar. Aunque tal vez le cueste admitirlo frente al espejo o, en todo caso, si lo reconoce en alguna medida, será a disgusto. Más cuando los cambios no reconocen iniciativa propia, se impusieron por cuentas ajenas, contrarias, hasta indeseadas. Sea por la razón que se invoque, lo cierto es que Ella es otra.

Cambió en las formas, también en el fondo. Sea porque el globo ya no sube como en el 2011 o 12, culpa de la artera puntería de algún francotirador (Sergio Massa, por ejemplo), fallas en la gestión, la ineptitud ahora admitida de cierto colaborador (Guillermo Moreno), las condiciones climáticas que el mundo perverso descarga sobre la Argentina –gente que reclama deudas, cumplimiento de contratos, respeto a la verdad estadística y deterioro en los ingresos por la inflación– o, simplemente, para resumir: por falta de aire en el aerostato. Entre las miles de excusas para justificar el descenso y el obligado cambio presidencial de los últimos tiempos, no podía faltar una de otro mundo, divina como corresponde: le atribuyen incidencia a la mediación del Papa en el rol transformador de la dama. Sobre todo en su nuevo tono, pacifista, conciliador, amigable, sin dedo levantado ni instructivo, más cerca de una abuela que de una amenazante directora de escuela. De ahí, quizás, hasta la alteración del mensaje oficial: se abandonó el cargoso hicimos todo bien para pasar al modesto no todo estuvo tan mal que ahora hacen replicar a famosos de la farándula por la tele.

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Si fuera cierto lo del mensaje susurrado por Jorge Bergoglio, su intermediación celestial, habrá que convenir en que a Cristina le insinuó lo mismo que a otros presidentes del mundo que lo visitaron: “No hay que creer que, por el cargo, uno es único en la Tierra. No hay que creérsela porque esto no dura”. Para añadir, estableciendo diferencias y ejemplo: “Ni yo mismo me la creo”. Aunque en su caso, y al revés de sus ocasionales visitantes democráticos, a él no lo apremia ninguna reelección.

Si se volvió pía o lo hizo por conveniencia –finalmente el Papa no lo recibió a Hugo Moyano antes del paro, lo que le hubiera otorgado a la huelga una significación inquietante–, Cristina es otra. Y no sólo con la Iglesia, sino con el propio y entronizado Bergoglio, a quien alguna vez quiso reemplazar con el obispo Sarlinga en un golpe de Estado eclesiástico (operado, dicen, por Sergio Massa), tal vez por indicación de Rubén Di Monte, a cargo entonces de la Basílica de Luján y con línea directa con el Vaticano (la mandataria solía apelar a Di Monte para conseguir y obsequiar réplicas de yeso de la Virgen, una de las cuales se llevó con unción y reverencia Hugo Chávez a Venezuela). Pero el intento fracasó: Bergoglio dominaba hasta la última tuerca del aparato religioso, mejor que los Kirchner al PJ. Si en este último año Cristina modificó estas relaciones superiores con Bergoglio, al mismo tiempo alteró otras más subalternas que parecían intrínsecas a su gobierno y de imposible revisión, dos de ellas caracterizadas como pilares de su firma en la gestión: 1) la economía (con la introducción insuficiente de medidas elementales contenidas en los libros de texto); 2) la política de seguridad, entendida esta cuestión como un dogma de la familia.

En los dos casos, Cristina envió al desván los trastos de una propaganda de diez años. No son los únicos cambios del último año de declive.
En su entorno, unos empiezan a ver estos movimientos como una traición a supuestos principios ideológicos, otros los asimilan como necesarias adaptaciones a una realidad hostil, como si se tratara de episodios ocurridos –por ejemplo– en España, Adolfo Suárez volviéndose contra el legado de Franco o Felipe González desentendiéndose de la izquierda por incluirse en la OTAN. La historia abunda en estos episodios de trasvasamientos y desvíos, casi naturales al ejercicio del poder. Tan comunes como la coincidencia, ante el año y medio que resta de gestión, de que los nuevos procedimientos del Gobierno responden a un dicho popular: hay que vivir. Hasta el final, por lo menos.

Se devana Kicillof por parecer diferente, copiar el estilo Chicago de Juan Carlos de Pablo sin corbata, mostrar que la inflación alta no es alta, que no hay estancamiento aunque se compra y se vende menos y que tiene un plan económico en un centenar de filminas que sólo él y sus amigos conocen. Casi un Mallarmé de la economía, por lo hermético. Tan arduo ese rol ficticio de ser lo que no es, como el de aquellos llamados garantistas que deben cargarse y explicar los planes de emergencia de Granados y Casal en la provincia de Buenos Aires, las andanzas frustradas de Sergio Berni por Santa Fe o una ley para evitar piquetes o la protesta. No hay compensación grata para estos sectores deshauciados, curiosamente tampoco se alegran sus opuestos a pesar de que pregonaban parte de las traumáticas decisiones últimas en economía y seguridad.

Mundo incierto el de la política, tiempo de descuento cuando al partido le falta concluir un tercio.

Mientras, Cristina y los suyos se visten de lo que no han sido –basta leer la tibia y razonable desmentida del diputado Larroque para afirmar que él no está en contra de Daniel Scioli– y hasta promueven operativos que intentan no perder cierta mística, la épica naufragada por la devaluación, las tasas de Martínez de Hoz, el eventual endeudamiento, el control de los movimientos sociales, la posible represión de revoltosos con militares a cargo. De ahí la vuelta al operativo Dorrego, aquella experiencia de común acuerdo entre militares y Montoneros, entre el general Harguindeguy y Firmenich, que ahora refrescan La Cámpora y el general Milani con el mismo espíritu asociativo. Se trató entonces de una breve impasse en la matanza que se prodigaban en los 70, a favor de un sectario aprovechamiento político que no lograron consumar porque los esterilizó Perón. Si hasta los dos bandos perseguían como blanco a organizaciones de izquierda que no comulgaban con el proyecto, pretendían aislarlas, apartarlas, cuando uno ya sabe lo que significaban esos términos en aquellos tiempos. Tiempos en que ciertos protagonistas tampoco decían lo que eran.