Poder es la capacidad de hacer cosas, política es la capacidad de decidir qué cosas hacer, de elegir. Los gobiernos tienen políticas, programas, pero no el poder para aplicarlos. Antes, los gobiernos tenían el poder y hacían política”, afirma el sociólogo polaco Zygmunt Bauman para describir uno de los mayores peligros que acechan a las democracias de este siglo.
En tiempos globalizados, mientras la representatividad política remite inevitablemente a la escala local, el poder se concentra, desdibuja las fronteras y se ejerce globalmente. La paradoja de un mundo que mantiene sus formas pero reemplaza sus cimientos se expresa en una nueva ingeniería institucional, política y esencialmente mediática, en un escenario en el que los medios se condensan en pocas manos, generalmente las de los grandes grupos económicos.
El otrora “cuarto poder”, esa maquinaria que se convirtió en una suerte de contralor esencial en las democracias modernas, se fue vaciando de sentidos. La concentración mediática, que en los países latinoamericanos se traduce en accionistas dueños del 50% del total de los medios, cambió parte de la esencia y los paradigmas del periodismo, y también los roles y las relaciones de poder.
Guiados por convicciones ideológicas traducidas en intereses y objetivos económicos, la brújula que los mueve se orienta hacia la puja entre los núcleos de decisión y presión, entre Estado y mercado, entre participación y control.
Brasil es un ejemplo contundente. Los dueños de Globo ocupan el quinto lugar entre los propietarios de los principales medios del mundo, detrás de gigantes como Google o DirecTV. Son los más ricos del país, con una fortuna de 29 mil millones de dólares. Su participación directa en el descrédito a la presidenta Dilma Rousseff y en la legitimación del escandaloso y controvertido juicio político poco tiene que ver con simpatías hacia Michel Temer. Este oscuro personaje repudiado y resistido, con cero carisma y de honestidad más que dudosa, garantiza uno de sus principales objetivos: terminar con 13 años del PT en el gobierno y desterrar futuros proyectos populares en Brasil y, de ser posible, en América Latina.
Hoy, los conglomerados mediáticos y sus periodistas ya no son amigos o socios del poder de turno, sino una parte constitutiva y fundamental del club de los poderosos. Cualquier profesional con cierta fama por aparecer en televisión y estampar su firma en un diario transmuta de analista a profeta. Si no hay información, hay opinión, y ante la falta de pruebas e investigación existe una artillería de recursos: aseveraciones contundentes, placas, zócalos, títulos, denuncias falsas, trascendidos, imprecisiones y hasta gritos. Todo vale. Ya no se trata de distorsionar o reinterpretar la realidad. La representación intenta suplantarla.
Los nuevos árbitros dirigen, marcan la cancha. Controlan la celeridad de las causas, las acusaciones, señalan culpables e inocentes. La Justicia ciega mira de reojo a los medios. De su dictamen depende la carrera de fiscales y jueces. En la arena política, abre o cierran puertas. El sistema político cambia territorialidad por virtualidad. El nuevo Pigmalión allana el camino, los va armando, los completa y obviamente les factura y les exige.
El blindaje mediático es condescendiente con quienes favorece. Macri les exige estar alertas. Deben explicar lo que dice, que le va bien y los números no cierran, que los errores son aprendizaje, que el malhumor social es tolerancia y que los desocupados se sacrifican para que algún día llegue el mentado segundo semestre. Los títulos y editoriales se encargan del resto. De insistir, por ejemplo, en que cualquier oposición es desestabilizadora y no una parte constitutiva de las reglas democráticas. Pese a todos los esfuerzos, hay que tener cuidado. La realidad suele colarse por las grietas, sin maquillaje.
*/**Especialistas en contenidos, medios y comunicación. *Politóloga. **Sociólogo.